Carta II — Entre el miedo y la esperanza
Esta noche no puedo dormir.
El silencio me abraza tan fuerte que casi me ahoga, y siento que si respiro un poco más, podría romperme.
Quisiera escribir, pero me paraliza el miedo… ese miedo tonto y profundo de no saber cómo decir lo que llevo dentro, de no encontrar palabras que suenen tan vivas como el caos que siento en el pecho.
Hace tanto que no sé cómo hablar con mi alma sin que duela.
Y de pronto, como si la noche no tuviera ya suficiente peso, aparece una duda más.
Se cuela entre las demás, las empuja, le da un codazo a mi corazón y exige ser escuchada.
—¿Qué será de mí?—me dice.
Y lo confieso: no lo sé.
No sé qué será de mí.
Y esa simple frase, que a otros no les quita el sueño, a mí me parte en dos.
Porque yo, la que de niña soñaba con coronas de flores y cuentos felices, ahora solo quiere entender en qué momento dejó de brillar.
A veces quisiera desaparecer por un instante, solo para no sentir tanto, para no pensar tanto.
Pero la mente no se apiada.
Vuelve a lanzarme otra pregunta, una que arde más que las demás:
—¿Debería rendirme?
Y ahí me quedo, muda.
Porque si miro atrás, no sé si he avanzado.
Todavía me pesan los recuerdos, todavía me duelen los pasos que no supe dar.
Pero también sé que nada que valga la pena llega sin heridas.
Que los procesos son lentos, crueles, pero también honestos.
Y así sigo, hablándome en voz baja, intentando calmar a esta versión mía que solo quiere entender por qué el mundo pesa tanto.
Las preguntas me asaltan una tras otra, y yo sigo aquí, temblando entre el cansancio y la esperanza, sin poder dormir, sin poder responder.
No sé si rendirme o seguir intentando.
Pero algo —una chispa mínima, un latido cansado— me dice que todavía no debo irme.
Que aunque duela, aún queda un poco de mí dispuesta a resistir la noche.
-¿Será que la esperanza también tiembla, pero nunca se rinde?