El Renacer de la Diosa Angelical
El silencio era absoluto.
La flor de loto dorada seguía brillando en las raíces del Árbol de la Luz, expandiendo su fulgor hacia cada rincón del Dominia noctis et lux. Las raíces parecían latir como venas gigantes que bombeaban vida hacia un corazón invisible. Truth mantenía los ojos cerrados, sus manos alzadas como guías del proceso, mientras Demyan contenía el aliento, con el pecho oprimido por un miedo que no recordaba haber sentido jamás.
Pero lo que ocurría dentro de la esencia de Aria estaba lejos de ser calma.
Ella se encontraba suspendida en un espacio hecho de flores flotantes, nubes doradas y estrellas que palpitaban como luciérnagas eternas. Todo era hermoso, pero su belleza encerraba un eco de peligro, como si cada pétalo pudiera devorarla o cada estrella arderla viva.
—¿Dónde estoy…? —susurró, con la voz quebrada, tocando su propio pecho.
Una voz, antigua y femenina, resonó en el aire como un eco en el agua:
—En ti misma. En tu verdad.
Aria giró sobre sí, buscando un rostro, un cuerpo que pronunciara aquellas palabras, pero no encontró nada. Solo luz y movimiento. Entonces, la voz volvió, más fuerte, más cálida, como si se filtrara directamente en su alma:
—Es hora de recordar quién eres en realidad. No eres solo Aria. No eres solo la mujer que amó, sufrió y murió. Tú eres la diosa angelical, destinada a la grandeza, al poder y a la bondad infinita.
El suelo bajo sus pies se transformó. Surgieron fragmentos de recuerdos como espejos flotantes: ella corriendo en los jardines del reino angelical, las manos de su madre acariciándole el cabello, la sonrisa de su padre coronado de luz, los cantos de su pueblo al invocarla como su guía. Se vio a sí misma feliz, plena, con alas inmensas que brillaban como cristales.
—No… no puede ser… —susurró Aria, con lágrimas en los ojos—. Yo… olvidé todo.
—Fuiste condenada al olvido para poder sobrevivir entre los mortales. Pero ya no puedes esconderte más. Tu destino no es huir. Tu destino es salvar lo que amas… incluso a costa de ti misma.
Un dolor intenso recorrió su cuerpo, como si su esencia quisiera romperla en dos. Su parte humana, con sus miedos, su fragilidad y su amor por Demyan, luchaba contra la magnificencia de la diosa angelical, que reclamaba el lugar que le pertenecía.
Las flores comenzaron a marchitarse, las estrellas a caer como cuchillas, y las nubes se tornaron negras. Aria gritó, llevándose las manos al rostro.
—¡No quiero perderme a mí misma! ¡No quiero dejar de ser Aria!
La voz respondió, firme pero compasiva:
—No te perderás. Eres ambas. Eres Aria y eres la diosa. No puedes salvar lo que amas si no aceptas tu verdadero poder.
De pronto, un torrente de luz descendió sobre ella. La envolvió como un abrazo incandescente, elevándola, curando sus heridas y devolviéndole lo que era suyo: sus alas, su corona de flores delicadas que parecían hechas de oro y cristal, y su esencia infinita.
Aria abrió los ojos. Y ya no eran solo los de una mujer, sino los de una divinidad: brillaban con el resplandor de mil amaneceres.
—Yo soy… la diosa angelical. —dijo, con voz potente y temblorosa, mientras todo el lugar vibraba con su declaración.
En el Dominia noctis et lux, el Árbol estalló en luz. La flor de loto dorada resplandeció tanto que Demyan tuvo que cubrirse el rostro. Un viento sagrado lo rodeó, y entonces, entre el destello, el cuerpo de Aria descendió lentamente, reconstruido con la pureza de la esencia y la grandeza de la diosa.
Su figura era igual a la de Aria, pero magnificada: piel bañada en luz, cabello que brillaba como plata dorada bajo el sol, alas translúcidas que se abrían con majestuosidad y la corona de flores angelicales adornando su frente.
Demyan, por primera vez en siglos, se quedó completamente mudo.
Su corazón, endurecido por la guerra, la oscuridad y el poder, tembló como si fuera el de un niño.
Ella abrió los ojos y lo miró.
Él dio un paso al frente, con la voz quebrada, susurrando un nombre que llevaba tiempo muerto en su garganta:
—Aria…
Y en ese instante, todo el mundo pareció detenerse.