El Guerrero Caído
El aire se volvió denso, tan cargado que cada respiro se sentía como fuego en los pulmones. La noche había caído sobre las ruinas, pero no era la oscuridad común, sino una sombra que parecía moverse, vibrar, como si tuviera vida propia.
Aria avanzaba con pasos medidos, sus alas translúcidas apenas visibles bajo la tenue luz que escapaba de las estrellas. Demyan la seguía, con la espada lista, sus sentidos agudos percibiendo cada estremecimiento del suelo, cada murmullo que no pertenecía al viento.
De pronto, un eco desgarró el silencio. No era humano. Era un rugido profundo, dolido, lleno de rabia. Las sombras se agitaron como una marea negra y, entre ellas, emergió una figura.
Un hombre. O lo que alguna vez lo había sido.
Su armadura estaba corroída, cubierta de venas oscuras que se retorcían como serpientes vivas. Sus ojos, antaño claros, eran dos pozos vacíos iluminados por un brillo carmesí. Y en su mano, un arma de guerra angelical ahora deformada, cubierta de un metal ennegrecido.
Aria se detuvo en seco. Su rostro perdió el color.
—No… imposible… —susurró, con la voz quebrada.
Demyan la miró de inmediato.
—¿Lo conoces?
Aria tragó saliva, incapaz de apartar la vista del guerrero.
—Se llamaba Serhael. Fue el guardián más leal de mi pueblo… me juró proteger hasta el final.
El guerrero caído dejó escapar una carcajada ronca, distorsionada.
—Y lo hice, Aria. Te protegí… incluso cuando la oscuridad me reclamó. —Su voz resonaba con ecos dobles, como si hablara él y algo más a través de él—. Pero ahora… ahora solo tengo un deber: llevar tu sangre a mi amo.
El suelo tembló cuando levantó su espada. Una energía negra se propagó en ondas, arrancando polvo y piedras del suelo.
Demyan dio un paso al frente, interponiéndose entre Aria y aquel ser.
—Tendrás que matarme primero.
Serhael sonrió, mostrando dientes ennegrecidos.
—Con gusto.
La batalla estalló en un destello. El choque de espadas resonó como un trueno, y la fuerza del impacto lanzó a ambos hacia atrás. Demyan rodó por el suelo, pero se levantó al instante, sus ojos encendidos de furia.
Serhael avanzaba con una brutalidad descomunal, cada golpe cargado de esa fuerza corrupta que parecía querer desgarrar no solo la carne, sino el alma. Demyan se defendía, pero por cada ataque que bloqueaba, sentía el peso de la oscuridad infiltrándose en su mente.
“Mátala… reclámala… ella nunca será tuya” —susurraban voces en su cabeza.
Demyan apretó los dientes, gruñendo, resistiendo.
—¡Cállense!
Aria, detrás, elevó sus manos, dejando escapar un fulgor de luz. Una ráfaga plateada envolvió el campo de batalla, dispersando momentáneamente las sombras.
—¡Demyan, no lo enfrentes solo! Ese no es Serhael… es apenas una marioneta de la oscuridad.
El guerrero rió con una crueldad casi inhumana.
—¿Marioneta? No, Aria… yo elegí esto. La envidia, la rabia, el resentimiento… ¿qué me dio la luz? Nada. En cambio, él me dio poder.
Con un movimiento brutal, Serhael desarmó a Demyan, clavando su espada en el suelo junto a su rostro. El filo rozó su piel.
—Tú no eres digno de ella —escupió, presionando con fuerza.
Pero en ese instante, una explosión de luz envolvió a Aria. Sus alas se expandieron, más brillantes que nunca, y su voz resonó como un canto ancestral.
—¡No eres tú, Serhael! ¡El verdadero guardián no hubiera entregado su alma!
Una ráfaga de energía purificadora lo envolvió, arrancando gritos desgarradores de su garganta. El guerrero cayó de rodillas, luchando entre dos fuerzas: la corrupción que lo devoraba y la luz que lo reclamaba.
—Aria… —murmuró, por un instante sus ojos volvieron a ser los de antes, claros, llenos de dolor—. Termina con esto… antes de que él regrese.
Aria temblaba. No quería destruirlo. Su voz se quebró.
—Lo siento…
Con un último gesto, sus manos lo envolvieron en un destello cegador. El cuerpo de Serhael se desintegró en fragmentos de luz y sombra, desapareciendo en el aire.
El silencio volvió, pesado, casi insoportable.
Aria cayó de rodillas, lágrimas silenciosas rodando por su rostro. Demyan se acercó, respirando con dificultad, y apoyó una mano en su hombro.
—No fue culpa tuya.
Aria cerró los ojos, apretando los labios.
—No entiendes… si Serhael cayó, significa que otros también pueden hacerlo. El poder antiguo está más cerca que nunca… y ahora sabe exactamente dónde encontrarme.
El viento sopló con un frío extraño, y entre las ruinas, un murmullo recorrió las sombras, como una risa lejana, burlona, imposible de ignorar.