Ecos De Luz Y Sobras El Pacto Eterno

Capítulo 22

Cenizas de un Reino, Latidos de un Amor

El reino angelical había dejado de existir.

Donde antes se erguían restos de torres de cristal y cielos infinitos, solo quedaban cenizas, columnas fracturadas y un silencio abismal que helaba los huesos. El aire estaba impregnado de un polvo gris que parecía devorar cada rastro de vida.

Y en medio de ese paisaje devastado, Demyan avanzaba.

Su silueta imponente atravesaba los restos de lo que alguna vez fue sagrado, con la mirada feroz, el pecho agitado y un único grito ardiendo en su interior: encontrar a Aria.

Sus botas chocaban contra fragmentos de cristal destrozado, su respiración se mezclaba con el humo, pero nada lo detenía. El rey de dos reinos, el guerrero que había enfrentado la oscuridad y la luz, se encontraba en su límite más humano: el del miedo.

Porque por primera vez en siglos, Demyan temía.

Temía que ella no estuviera allí. Temía llegar demasiado tarde.

—Aria… —su voz se quebró entre las ruinas, ahogada por el eco.

Sus manos, acostumbradas a blandir armas y desgarrar enemigos, ahora temblaban al apartar los escombros. Cada sombra que se movía entre la niebla lo hacía volverse con desesperación, esperando verla. Y cada vez que no era ella, su pecho se hundía un poco más.

Ella está viva.

El pensamiento martillaba su mente como un juramento.

Tiene que estar viva.

Dentro de la nada: Aria

Flotaba en un vacío interminable. No había cielo, ni tierra, ni sonido. Solo un silencio opresivo y la sensación de que todo se había apagado dentro de ella.

El dolor la atravesaba como fuego líquido, pero más insoportable aún era la ausencia: sentir que algo faltaba en lo más profundo de su ser. Y entonces, la nada comenzó a resquebrajarse. Como si su vida entera quisiera recordarle quién era.

Primero apareció la niña del orfanato.

Pequeña, con los ojos grandes, mirando la ventana en noches lluviosas, preguntándose por qué había nacido diferente. Recordó la soledad, los juegos truncados, las lágrimas que ocultaba bajo la manta.

Después, la academia.

El instante en que descubrió la magia en sus venas, la sensación de no encajar, las miradas de los demás que la juzgaban por ser distinta. Recordó las primeras batallas, las heridas, y también las risas que alguna vez compartió con quienes creía amigos.

Y luego, la cueva.

Ese momento en que lo vio a él: Demyan. El rey oscuro. El enemigo y, al mismo tiempo, el único que la hizo sentirse vista. Su mirada impenetrable, dura como el acero, había perforado la suya como si descubriera algo que ni ella misma sabía que poseía.

Las imágenes se encadenaban como relámpagos:

—El roce accidental de sus manos, que la dejó sin aliento.

—Las veces que la retó hasta romperla, no por crueldad, sino para hacerla fuerte.

—El tono bajo de su voz en las noches, cuando la oscuridad le arrancaba confesiones que nadie más había escuchado.

—Su furia cuando alguien osaba tocarla.

—Su vulnerabilidad, escondida bajo capas de frialdad.

Y finalmente, lo más imposible:

Que él, incapaz de sentir, incapaz de amar, había aprendido a hacerlo solo por ella.

Las lágrimas de Aria flotaban en la nada como cristales. Dolía recordar, pero también le daba fuerza. Porque comprendía que su sacrificio no había sido en vano: lo había hecho por él.

—Demyan… —susurró, apenas un eco en la oscuridad.

De nuevo con Demyan

Sus pasos se detuvieron en seco.

Un latido, imperceptible, resonó en el aire. Como si la misma nada le respondiera.

Demyan apartó los restos de una estatua caída, y allí, entre cenizas y alas rotas, la vio.

Aria.

Su cuerpo estaba cubierto de polvo y sangre seca, su cabello ennegrecido por el hollín, sus labios pálidos. Pero respiraba. Débil, frágil, pero viva.

El rey cayó de rodillas a su lado. La tomó entre sus brazos con un temblor que jamás había mostrado en la guerra. Sus manos recorrieron su rostro, apartando el polvo con desesperación, como si temiera que se desvaneciera entre sus dedos.

—Aria… mírame. —Su voz se quebró, y con ella, toda su fortaleza.

Los párpados de ella se movieron, lentamente, hasta revelar sus ojos, vidriosos pero aún llenos de vida. Al verlo, una lágrima rodó por su mejilla.

—Sabía… que vendrías —susurró con un hilo de voz.

Demyan la apretó contra su pecho, como si pudiera fundirla en él, como si necesitara probar que era real.

—Nunca dejaría que te perdieras en la nada —dijo con la voz rota, la frente pegada a la suya—. Aunque los dioses me lo prohibieran, aunque el universo me odiara, te arrancaría de cualquier abismo.

Ella sonrió débilmente, apenas curvando sus labios.

—Siempre… lo supe.

Y entonces, los recuerdos de ella se unieron a los de él.

Porque Demyan también lo recordaba todo.

El instante en que vio a esa joven en la cueva, vulnerable y a la vez indomable. Cómo lo desarmó con una sonrisa. Cómo rompió las murallas que él había construido en siglos de soledad. Cómo le enseñó lo que era sentir, lo que era amar.

En medio de ruinas y cenizas, el rey y la guerrera se abrazaron como dos sobrevivientes de un mundo roto, dos almas que habían desafiado al destino mismo.

El reino angelical, reducido a polvo, fue testigo silencioso del reencuentro más puro: no de un rey y su arma, ni de una guerrera y su destino, sino de dos corazones que, contra todo, habían aprendido a latir al unísono.

Y en ese abrazo, Demyan supo que no importaba cuántas batallas vinieran. Mientras ella respirara, él jamás se detendría.



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En el texto hay: amor, amor ayuda esperanza

Editado: 03.11.2025

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