Ecos De Luz Y Sombras

Capítulo 4

El Rito de la Conversión

El gran salón de la Academia estaba iluminado con miles de cristales flotantes que ardían como estrellas en miniatura. Los elegidos, un grupo diverso de jóvenes humanos, esperaban ansiosos. Todos sabían que ese día dejarían atrás su naturaleza mortal para convertirse en algo más grande.

Al fondo del salón, las puertas se abrieron con un estruendo imponente. El aire se volvió pesado, y los murmullos se apagaron de inmediato. El Rey Demyan entró, envuelto en un aura oscura y majestuosa, cada paso suyo resonaba como un eco de poder. Sus ojos fríos recorrieron a los humanos, como depredador inspeccionando a su presa.

Aria sintió que su corazón se detenía. Lo reconoció en un instante.

Era él.

El mismo que había visto en la cueva. El mismo que la había hecho temblar entre cadenas rotas y un poder imposible de contener.

Sus mejillas ardieron, y no de timidez, sino de puro pánico. Se obligó a bajar la mirada, a fingir indiferencia. Pero sabía que los ojos del rey la habían encontrado. Lo había sentido en su piel, en su pecho, como un fuego invisible.

El discurso del rey fue corto, duro, y penetrante.

—Hoy nacerán de nuevo. Hoy dejarán de ser frágiles humanos y se unirán a la sangre de los Zerathian. Solo los fuertes sobrevivirán. Solo los dignos serán parte de este reino.

Cuando se retiró, Aria soltó un suspiro de alivio. Se obligó a sonreír, fingiendo calma mientras sus entrañas gritaban de miedo.

Uno a uno fueron llamados a la sala de la transformación. Cada joven entraba, y después de algunos minutos, salía diferente. Sus miradas se volvían más intensas, sus gestos más agudos, como si la esencia de lo humano se hubiera borrado para siempre.

Cuando llegó el turno de Aria, un murmullo recorrió el salón. No fue un guardia ni un sirviente quien la llamó, sino un anciano de túnica blanca, tan inmaculada que parecía brillar por sí misma. Su barba era larga y plateada, y sus ojos tenían un destello que no pertenecía a este mundo.

—Tú, ven conmigo —dijo con voz profunda, pero cargada de una suavidad casi paternal.

Aria lo siguió en silencio, sorprendida, mientras los demás intercambiaban miradas confusas. En lugar de llevarla a la sala común, el anciano la condujo por un pasillo oculto, hasta una cámara secreta donde la luz parecía vibrar desde las paredes mismas.

El anciano la observó con atención, como si mirara más allá de su carne, directo a su esencia.

—Tu sangre… no es como la de los demás. Eres distinta, Aria. Tu linaje es más puro que cualquier humano… incluso más puro que los mismos Zerathian.

Ella no entendía nada, pero antes de que pudiera hablar, el anciano tomó un frasco con un líquido dorado que brillaba como fuego líquido.

—No recibirás sangre de demonio. No. A ti… te devolveré lo que fue perdido hace milenios.

Con un ritual solemne, le dio a beber aquella sangre angelical, reliquia de una especie extinta, borrada de la historia. El líquido ardió en su garganta, quemando sus venas como fuego divino, mientras su cuerpo temblaba y su corazón parecía estallar.

Aria gritó, su voz se mezcló con una luz cegadora que llenó la sala. Sus ojos destellaron con un resplandor enmielado y sus venas se iluminaron como hilos dorados bajo la piel.

El anciano se inclinó sobre ella, tocando su frente con dos dedos.

—Perdóname, niña. Esto es por tu bien.

Con un gesto rápido, selló su memoria. Todo lo que había pasado en esa sala desapareció de su mente. Para ella, solo quedaría la ilusión de haber recibido la misma transformación que los demás.

Cuando despertó, estaba en la misma cámara donde todos salían, jadeando y confundida, pero aparentemente igual que los otros. Nadie sospechó nada.

Solo el anciano, desde las sombras, sonrió con melancolía.

Sabía que había marcado el destino del reino… y del mismísimo Rey Demyan.




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