El Vínculo de la Sangre
La noche había caído como un velo espeso sobre el reino. Las sombras abrazaban las torres y los muros, mientras la luna parecía observar con un brillo extraño, como si supiera lo que estaba por suceder.
El rey, como cada noche, descendió hacia la cueva sellada, aquel santuario de cadenas y runas antiguas que lo mantenían atado a su maldición. El aire estaba cargado de una energía oscura que le pertenecía, una fuerza que rugía en sus venas con ansias de destrucción.
Se colocó las cadenas de plata y hierro, cerrándolas alrededor de sus brazos, de su pecho, de su cuello. El sonido del metal retumbó en la cueva como un juicio. Cerró los ojos, esperando el estallido, la tormenta de su sangre demoníaca.
Pero esta vez… no ocurrió.
El rey abrió los ojos con desconcierto. El rugido interior había cesado. Su sangre, siempre al límite de romperlo, estaba en calma. Una calma que no había sentido desde hacía milenios. En su pecho predominaba otra fuerza, un resplandor tenue, como si su sangre de luz hubiera ganado terreno.
Un escalofrío recorrió su espalda.
—¿Qué demonios…? —susurró, apretando los puños.
Y entonces la respuesta se clavó en su mente: ella.
La humana.
Aria.
La recordó en la cueva, liberándolo y al mismo tiempo sellándolo. La recordó temblando, llorando, luchando por su vida. Y ahora, cada emoción, cada temor, cada herida de ella, corría dentro de él. Las había estado soportando en silencio, ignorando unas, pero otras… otras lo habían hecho tambalear. En ese momento, el agotamiento extremo y el dolor físico que lo asediaba no eran suyos. Eran de ella.
—Ella… —murmuró, con un tono entre ira y fascinación.
Se arrancó las cadenas y salió de la cueva. Sus discípulos, que aguardaban en silencio en la entrada, lo miraron con asombro. Todos sabían lo que pasaba dentro de esas paredes: la furia, los gritos, el descontrol. Pero esa noche lo veían salir erguido, firme, con un dominio que no se veía desde los tiempos antiguos.
La admiración fue inmediata. El rey no les dirigió palabra. Se encaminó directamente a sus aposentos, pero algo lo detuvo. Esa conexión ardía en su pecho, guiándolo como un hilo invisible.
Sin pensarlo demasiado, fue directo al ala donde descansaban los recién transformados. No sabía cuál era su habitación, no tenía forma de reconocerla. Pero la sintió.
Frente a una puerta, su pulso se aceleró. Dudó por un instante, con el ceño fruncido, como si no quisiera aceptar lo que estaba a punto de hacer. Finalmente levantó la mano y tocó.
El sonido del golpe fue suave, pero al otro lado, Aria se sobresaltó como si el mundo se hubiera detenido.
Abrió con cautela, y sus ojos se encontraron con los de él. El corazón de Aria se detuvo por un segundo; un miedo helado se apoderó de su cuerpo, acompañado de una sensación inexplicable, casi magnética. Su respiración se cortó. Dio un paso atrás, tambaleante, y estuvo a punto de caer.
El rey, rápido, la sostuvo de los brazos y la empujó suavemente hacia adentro, cerrando la puerta tras ellos para que nadie los viera.
—¿Qué… qué quiere? —balbuceó Aria, con la voz rota.
Él no respondió de inmediato. La observó en silencio, con esos ojos que parecían traspasarla. Luego sacó de entre sus ropas un pequeño frasco. Lo abrió y el aroma de hierbas y magia llenó la habitación.
—Es un ungüento —dijo finalmente, con voz grave—. Para tus dolores.
Aria lo miró sin comprender.
—¿Mis… dolores?
Él avanzó un paso más, y su presencia llenó todo el espacio.
—Sientes dolor, ¿no es así? —afirmó, no preguntó—. Tus heridas… tus músculos… el ardor en tu piel.
Ella retrocedió un poco, temblando. ¿Cómo podía saberlo? No había dicho nada a nadie.
El rey tomó su muñeca con firmeza, aunque sin lastimarla. Su tacto era frío, pero había algo casi eléctrico en ese contacto. Colocó el frasco en su mano y lo cerró alrededor de sus dedos.
—Úsalo. Calmará tu cuerpo.
Aria bajó la mirada, confundida. El corazón le latía tan fuerte que sentía que iba a romperse. Una mezcla de miedo, desconcierto y una extraña seguridad que no entendía la abrumaba.
Él, en cambio, la observaba en silencio, con una intensidad que lo devoraba por dentro. Jamás se había permitido mostrarse vulnerable, y sin embargo estaba allí, en la habitación de una humana, entregándole un remedio como si con ello pudiera silenciar el vínculo que lo estaba consumiendo.
El rey dio un paso atrás, como si luchara contra sí mismo.
—No dejes que nadie lo vea. Y no… —se detuvo, respirando hondo— …no permitas que te quiebren.
Sus palabras fueron un mandato, pero en ellas había algo más. Algo cercano al cuidado.
Cuando se giró para marcharse, Aria apenas pudo susurrar:
—¿Por qué… hace esto?
Él se detuvo en seco, pero no respondió. Salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí, mientras en su pecho ardía el mismo dolor que llevaba noches tratando de sofocar… pero que ahora tenía nombre.
Aria.