Ecos del Vínculo
La noche avanzaba en el campamento de los transformados. El aire estaba cargado de energía, de los rugidos y jadeos de quienes entrenaban sin descanso, templando sus nuevos cuerpos para alcanzar la perfección de su especie.
Aria, en cambio, permanecía rezagada. Su cuerpo apenas soportaba los ejercicios, sus manos temblaban al empuñar las armas, y sus músculos ardían con cada movimiento. Hope, siempre cerca, la observaba con detenimiento, guiando sus movimientos, ofreciéndole palabras suaves y pacientes, como si conociera exactamente la medida de su resistencia.
—Tranquila, Aria… tu espíritu no avanza al mismo ritmo que los demás, pero eso no significa que seas débil —susurró Hope con una serenidad inquietante.
Ella lo miró dudosa, jadeando, intentando creerle. No entendía por qué él estaba tan interesado en ella, ni por qué parecía verla diferente de los demás humanos transformados.
En las sombras, Saimon cumplía la misión encomendada por el Rey. Como una sombra invisible, observaba cada gesto del doctor, cada contacto, cada palabra que parecía acercarlo más a Aria. Saimon conocía a Hope desde hacía mucho, pero nunca lo había visto tan atento, tan… obsesionado con alguien. Y esa sola idea lo mantenía alerta.
El entrenamiento general avanzaba. Saura y Kael, los amigos más cercanos de Aria, mostraban una fuerza y destreza que la dejaban en claro desventaja. Saura podía levantar con facilidad armas pesadas, Kael era ágil y feroz en los combates. Ambos ya se integraban a la nueva especie como si hubieran nacido para ello.
—No te compares tanto, Aria —le dijo Saura con una sonrisa, sujetándola del hombro cuando la vio casi caer.
—Exacto, tú eres distinta, pero eso no significa que no llegarás a tu momento. Ya verás —añadió Kael con tono confiado.
Los tres rieron un poco, compartiendo un instante de calidez que, aunque breve, se sintió sincero y reconfortante. Aria, por primera vez en días, sonrió de verdad.
Lo que ella no sabía era que, desde la distancia, unos ojos dorados la observaban con atención. El Rey, oculto entre la oscuridad de la caverna, dejaba que el vínculo con Aria lo arrastrara. Sentía su cansancio, su dolor, su impotencia… pero también la alegría pura que brillaba cuando estaba con sus amigos.
Y aquello lo desarmaba.
Durante milenios había sido incapaz de llorar, de reír, de amar, de sentir algo más que furia y sangre descontrolada. Su maldición lo había privado de todo. Pero en ella… en esa frágil humana que lo había liberado y sellado a la vez, encontraba emociones que jamás creyó volver a experimentar.
Un estremecimiento lo recorrió. El dolor que ella sentía lo golpeaba como propio, y la ternura de sus risas lo envolvía como una herida imposible de sanar.
—¿Qué eres…? —susurró para sí mismo, apretando con fuerza sus manos.
Saimon, atento desde lo alto, no perdía detalle de Hope ni de Aria. Cada mirada del doctor, cada indicación más cercana de lo normal, lo hacían sospechar que algo ocultaba. Aunque debía permanecer en silencio, sabía que en cualquier momento tendría que intervenir.
La noche parecía tranquila, pero en el aire, más allá del vínculo, se agitaba algo oscuro. Una sombra antigua y peligrosa empezaba a moverse entre los límites del reino. El presagio de que no todo era lo que parecía se cernía sobre ellos.
El Rey lo sintió primero, una punzada en su pecho que no provenía de Aria, sino de algo mucho más siniestro. Un enemigo desconocido se acercaba, uno que no tardaría en poner a prueba no solo la fuerza de Aria, sino el secreto mismo de su existencia.