La Sombra del Vínculo
La sombra oculta se alimentaba en silencio.
Cada grito de miedo, cada lágrima derramada, cada herida abierta en cualquier rincón de los reinos se convertía en su sustento. Dormida durante siglos, había despertado con un hambre oscura: destruir aquello que alguna vez había anhelado. Era paciente, y mientras todos entrenaban, ella se fortalecía en los rincones donde nadie osaba mirar.
Mientras tanto, en el palacio, Demyan no apartaba su mirada de Aria. Había decidido entrenarla personalmente, aunque no lo reconociera ante nadie. Nadie debía saber que ella se había convertido en algo más que una simple humana.
El patio de entrenamiento estaba en silencio, interrumpido solo por el choque de madera contra madera. Aria jadeaba, agotada, mientras intentaba resistir los ataques del rey. Él, en cambio, parecía inmutable, como si los movimientos le costaran lo mismo que respirar.
Pero Aria notaba algo extraño. Cada vez que ella caía, él tensaba la mandíbula con furia. Cada golpe que recibía en el cuerpo, él lo resentía en silencio, como si una punzada invisible atravesara su propia piel.
Al principio pensó que era una simple coincidencia. Pero conforme los días pasaron, la certeza se hizo insoportable.
En un descuido, Aria tropezó y el bastón de madera impactó contra su costado con fuerza. El aire se le escapó en un jadeo agudo, y al mismo tiempo, el rey se tambaleó hacia atrás con un gruñido ahogado. Sus rodillas cedieron por un instante y, por primera vez, Demyan se inclinó al suelo como si hubiera recibido el golpe en carne propia.
Aria lo miró horrorizada, con la mano aún en su costado.
—¡Tú… lo sentiste! —exclamó, con la voz rota.
El silencio se volvió insoportable. Demyan respiraba con dificultad, su cuerpo temblando de rabia y de algo que parecía dolor verdadero. Lentamente, se incorporó, pero sus ojos oscuros brillaban con un destello peligroso.
—No hables de lo que no entiendes —gruñó, aunque su tono estaba cargado de una fisura que no pudo ocultar.
—¡Lo veo! —insistió Aria, retrocediendo un paso—. Cada vez que me hiero, tú también lo sientes. ¿Qué es lo que me estás ocultando?
El rey la rodeó lentamente, como una fiera acorralando a su presa. Su voz, grave y cargada de un peso insoportable, se quebró apenas un instante.
—Desde el momento en que me liberaste de la cueva, de esas malditas cadenas que me ataron por siglos… algo nos unió. Una conexión que no debería existir. —Se detuvo frente a ella, tan cerca que Aria sintió su aliento helado—. Si tú ríes, yo lo escucho dentro de mí. Si tú lloras, yo me hundo en tu tristeza. Y si alguien te hiere… yo también sangro.
Aria abrió los ojos con horror, llevándose una mano al pecho.
—Eso es imposible… —susurró—. No puede ser…
Demyan golpeó la pared con fuerza, como si quisiera arrancarse ese secreto del alma. Su voz sonó desesperada, aunque él intentaba disfrazarla de rabia.
—¡Es lo peor que pudo sucederme! —rugió—. Yo, que soy incapaz de amar, de llorar o de sentir, ahora estoy encadenado a ti. Una humana. ¡Una maldita humana!
El silencio que siguió fue sofocante. Aria lo miraba sin comprender, pero lo que más le dolía era ver algo quebrado en sus ojos, algo que ni él mismo sabía cómo manejar.
Entonces, en un movimiento brusco, él la tomó del rostro con fuerza, obligándola a mirarlo.
—Escucha bien, Aria. —Sus palabras salieron como una amenaza, aunque había un temblor oculto en ellas—. Si alguien descubre que tú eres mi punto débil, no dudarán en matarte. Y conmigo caerá todo el reino. Nadie puede saberlo, ¿me entiendes?
Aria apenas pudo asentir, con el corazón latiendo desbocado.
—No… no lo diré.
El rey cerró los ojos un instante, como si luchara consigo mismo, y luego la soltó. Dio media vuelta con el ceño fruncido, escondiendo en su oscuridad lo que no podía controlar.
Pero en su interior, Demyan lo sabía: aquella conexión lo estaba consumiendo.
Y mientras él se desesperaba por mantenerla oculta, la sombra que despertaba en los confines del reino sonrió en silencio, alimentándose del dolor de ambos.