Encierro y Mentiras
Los días se habían convertido en semanas y las semanas en una eternidad.
El tiempo para Aria se había detenido tras las paredes frías y silenciosas de aquella habitación en la fortaleza de Demyan. No había sol, no había risas de sus amigos, no había entrenamientos. Solo ella y sus pensamientos, desmoronándose en un mar de dudas y tristeza.
Cada mañana despertaba con la esperanza de escuchar el llamado a los entrenamientos o al menos el murmullo de las voces que le recordaran que no estaba sola. Pero nada. Su único contacto con el mundo exterior eran los sirvientes mudos que dejaban bandejas con comida que ella ni siquiera probaba del todo.
Aria se sentía apagarse.
Su transformación no había florecido como en los demás. Mientras Kael y Saura dominaban su nueva fuerza con energía brutal, ella seguía débil, insignificante, como si algo en su interior estuviera roto o incompleto.
Esa tarde, desesperada, tomó una decisión.
Cuando Demyan entró a la habitación, su presencia como siempre llenando todo el espacio con esa mezcla de oscuridad y poder, ella bajó la mirada y adoptó un tono de sumisión que jamás había usado.
—Mi rey… —dijo suavemente, con la voz quebrada—. No pretendo huir. Solo… quiero volver a ver a mis amigos, entrenar, sentir que sigo viva. Aquí me estoy apagando, y si sigo así, no tendré fuerzas para nada.
Demyan la observó con sus ojos grises, helados como la tormenta. Al inicio no dijo nada, solo la analizó como si su silencio fuera más mortal que cualquier palabra. Cuando habló, lo hizo con un rugido contenido.
—¿Acaso crees que no lo sé? —su voz retumbó, haciendo temblar los muros—. Sé que la transformación en ti no ha florecido como en los demás, sé que no tienes la fuerza destructiva que corre en las venas de tu especie. Pero no me importa. ¡No permitiré que pongas un pie fuera sin mi permiso!
Aria alzó la cabeza, con lágrimas temblando en sus ojos.
—No quiero escapar, Demyan. Solo… necesito volver a entrenar. Necesito demostrarme que no soy insignificante. No hablaré con nadie sobre lo que nos une, lo juro. Solo… déjame luchar.
Por un instante, el rey dudó. Él también lo había pensado: la transformación en ella parecía un fracaso. Y sin embargo, jamás permitiría que la tocasen ni que se alejara de su lado.
Caminó hacia ella, sus pasos resonando como una sentencia. Tomó su rostro con una mano firme, obligándola a mirarlo a los ojos.
—Eres mía. Lo entiendes, ¿verdad? —dijo con un tono tan bajo y peligroso que helaba la sangre—. Aunque tu fuerza no se haya despertado, aunque tu cuerpo no responda como los demás, recibirás la graduación. Nadie te arrebatará de mi lado. Si debo mantenerte como sirvienta para que todos lo crean, lo haré. Pero no volverás a desaparecer de mi vista.
Aria sintió un escalofrío recorrerla. Protestar era inútil. Sin embargo, notó algo en sus palabras: una grieta, una mínima concesión.
—Entonces… ¿puedo volver a entrenar? —susurró, casi temiendo la respuesta.
El silencio se alargó hasta que, finalmente, Demyan cedió con un gruñido.
—Entrenarás. Pero lo harás bajo mi vigilancia y con la ayuda de Hope. Solo él podrá intentar completar lo que en ti no se terminó. Si fallas, entonces aceptarás tu lugar como lo que eres: mi posesión.
Aria tragó saliva y asintió, con el corazón latiendo desbocado.
Cuando al día siguiente entró al campo de entrenamiento, el murmullo de voces se convirtió en un grito ahogado de sorpresa.
Saura, Kael y los demás se quedaron petrificados al verla. Todos habían asumido lo peor: que el rey la había asesinado.
—¡Aria! —exclamó Saura, corriendo a abrazarla con fuerza—. Pensamos que estabas muerta…
Kael se acercó con una mezcla de rabia y alivio en los ojos.
—¿Dónde demonios estuviste?
Aria bajó la mirada. No quería mentir, pero tampoco podía decirles la verdad.
—No estoy muerta… solo… fui castigada. —Hizo una pausa, tragándose las palabras que querían escapar—. Soy una sirvienta más. Eso es lo que soy ahora.
El silencio se volvió pesado. Sus amigos se miraron entre sí, incrédulos, pero decidieron no presionar.
Por dentro, Aria ardía. No quería resignarse. Si los demás habían conseguido despertar su fuerza, ella también lo haría. Y no dejaría de luchar hasta lograrlo.
Mientras entrenaban, notó cuánto habían avanzado todos. Sus movimientos eran fluidos, su fuerza letal, y ella apenas podía seguirles el ritmo. Pero no se rindió. Cada caída, cada golpe, lo tomaba como una chispa para encender algo que aún dormía dentro de ella.
Demyan, observándola desde las sombras, sentía la contradicción arder en su interior: furia por su debilidad y al mismo tiempo una atracción imposible de controlar hacia su espíritu indomable.
Al final del día, exhausta y cubierta de sudor, fue conducida a una sala oscura donde Hope la esperaba. El doctor la miró fijamente, sus ojos brillando con un interés extraño que la hizo estremecer.
—Aria… —dijo con una voz profunda—. Al fin estás aquí. Ha llegado el momento de descubrir qué es realmente lo que late en tu interior.
Un escalofrío recorrió su columna. Algo le decía que esa reunión marcaría un antes y un después.