Demyan entró con violencia en la habitación real, cargando a Aria entre sus brazos. El eco de la puerta al cerrarse retumbó en las paredes, como si la propia fortaleza temiera la furia del Rey.
—¡Médicos, ahora! —tronó su voz, tan helada como el filo de una espada, aunque su mirada ardía de desesperación.
Colocó a Aria sobre el lecho, con un cuidado inusual para alguien acostumbrado a destrozar sin remordimiento. Su piel ardía como si las llamas de un infierno la consumieran por dentro.
El Doctor Hope fue el primero en entrar, con sus manos temblorosas, cargando un maletín de cuero. Al posar los ojos sobre Aria, frunció el ceño con gravedad.
—Esto no es una herida común… —murmuró al palpar el costado de la joven—. Algo oscuro la atacó, algo que dejó secuelas en su interior. Su cuerpo lucha, pero no es suficiente… la fiebre es solo el inicio. Vendrán pesadillas, mi señor… pesadillas que pueden sentirse tan reales que la desgarren desde dentro.
Aria se removió en el lecho, sus labios murmuraron algo ininteligible, como si ya estuviera atrapada en ese mundo de sombras. Demyan apretó el borde de la cama con tal fuerza que la madera crujió.
—Haz lo que tengas que hacer, Hope. —Su voz era un rugido contenido—. No me importa el precio, no me importa lo que cueste. ¡Sácale ese dolor… ese maldito veneno que siento hasta mis huesos!
El doctor levantó la vista, sorprendido por la confesión del Rey, pero asintió con cautela.
—Necesito llevarla a mi consultorio. Hay preparaciones que aquí no tengo…
Demyan giró con la furia de una bestia acorralada, su sombra llenando el cuarto como una amenaza palpable.
—¡Jamás! —su rugido hizo estremecer a los presentes—. Nadie la apartará de mi vista. Harás lo que sea necesario aquí, frente a mí. Si ella muere… tú también.
Hope tragó saliva y bajó la cabeza. No había espacio para negociar. Sin replicar más, salió a buscar lo que necesitaba.
Cuando volvió, traía frascos envueltos en paños, utensilios de plata y un pequeño vial que parecía arder con una luz blanquecina. Mientras todos los ayudantes se movían para preparar la sanación, Demyan permanecía junto al lecho, inmóvil, sus ojos como carbones encendidos.
El doctor se inclinó sobre Aria, aplicando ungüentos y fórmulas, pero pronto su mano buscó el vial oculto. Con un gesto sutil, introdujo el líquido en la herida abierta, dejando que la sustancia se mezclara con la sangre de la joven.
Un grito escapó de Aria, y el mismo ardor atravesó a Demyan como si hubiese sido quemado vivo. Cayó de rodillas, apretando el suelo con las garras de su propia furia.
Pero lo que vino después fue peor: un alivio extraño, antinatural, recorrió sus venas. Como si algo puro y luminoso intentara filtrarse en un cuerpo que jamás debió recibirlo. El Rey tembló, los dientes apretados, odiando y deseando a la vez esa sensación.
—¿Qué demonios has hecho…? —susurró, la voz rota por el esfuerzo de no desgarrar al médico allí mismo.
Hope no respondió. Se limitó a seguir su labor, fingiendo no escuchar. La fiebre de Aria comenzó a descender, sus respiraciones entrecortadas hallaron ritmo, y su rostro recuperó algo de calma.
Solo cuando Demyan percibió que ella descansaba sin angustia, se incorporó. Su figura se erguió con una amenaza silenciosa, y avanzó hacia el doctor, que aún recogía sus frascos.
—Habla. —La voz del Rey heló la sala. Su sombra envolvió al hombre, quien apenas se sostuvo en pie.
—¿Q-qué desea saber, majestad?
Demyan lo tomó del cuello de la túnica y lo alzó con una sola mano, acercando su rostro al suyo, donde aún ardía la cólera contenida.
—Lo que pusiste en su cuerpo… también lo siento en el mío. —Sus palabras eran un veneno contenido—. No era medicina común. No era nada que pertenezca a este reino.
Sus ojos brillaron como brasas en la oscuridad.
—Dime qué era… o juro que arrancaré la verdad de tu carne.
El silencio en la sala se volvió insoportable. Hope tragó saliva, la frente perlada de sudor, y al fin susurró, con un hilo de voz que parecía quebrar las paredes:
—Era… sangre angelical.
Y el mundo, otra vez, se detuvo.