La confesión
El silencio de la sala de magia era tan espeso que parecía sofocar el aire mismo. El resplandor de las velas parpadeaba inquieto, como si también sintieran la tensión que reinaba entre ambos. Aria yacía en el lecho improvisado, con las vendas empapadas de un tenue brillo carmesí, heridas que aún ardían como fuego vivo en su piel. Frente a ella, el rey Demyan, con las manos crispadas, se debatía entre la furia y la impotencia.
El vínculo que los unía palpitaba más fuerte que nunca. Cada punzada de dolor que recorría a Aria lo sentía él, como un eco desgarrador clavándose en su propio cuerpo.
—Ya no lo ocultes más, Aria —su voz fue baja, grave, cargada de un peso emocional inusual—. Siento cada fragmento de tu sufrimiento como si fuera mío… dime qué es lo que realmente eres.
Aria bajó la mirada. Sus labios temblaban, no por miedo al rey, sino porque al fin debía decir aquello que había evitado incluso para sí misma.
—No lo sé con certeza… —susurró con un hilo de voz quebrada—. Solo sé que cuando esa sombra intentó arrancarme la vida, algo dentro de mí se encendió. Algo que no era humano.
Sus dedos rozaron su pecho, el mismo punto donde la luz dorada había estallado en plena oscuridad. Sus lágrimas comenzaron a correr, más de impotencia que de dolor.
—He sentido esa fuerza antes, desde niña… pero jamás lo entendí. Lo oculté, lo reprimí. Temía que si alguien lo descubría me arrancarían lo poco que era mío.
Demyan la observaba en silencio. Sus ojos, tan fríos como los abismos, ahora se veían turbados por algo nuevo, algo que ni siquiera él podía contener: una emoción demasiado humana.
Se inclinó hacia ella, atrapando su mentón con fuerza, obligándola a mirarlo. En los ojos de Aria, la tenue luz dorada resplandeció como un secreto imposible de negar.
—No eres humana… —murmuró, con voz ronca, casi como una maldición. Sus pupilas se contrajeron—. Una humana jamás podría contener magia en sus venas. Una humana transformada apenas obtendría fuerza bruta, pero tú… tú llevas algo angelical.
El peso de sus palabras cayó sobre ambos como un trueno. Aria apartó la mirada, sus hombros temblaban.
—Entonces… ¿qué soy? —su voz se quebró—. ¿Un monstruo, un error?
El rey la tomó por los brazos, sin delicadeza, haciéndola estremecerse de dolor, pero también de la intensidad en su mirada.
—Eres mía —gruñó, con un fuego que quemaba más que cualquier herida—. Sea lo que seas, ángel, sombra o abismo… no permitiré que nadie te toque. Ni que nadie te robe de mi lado.
El vínculo ardió con violencia, envolviéndolos a ambos. Aria sintió el pulso de él en su pecho, el eco de su propia angustia compartida. El dolor de sus heridas seguía allí, latente, pero algo más nacía entre ellos: una certeza peligrosa.
Por primera vez, Demyan lo admitió ante sí mismo. No era solo un instinto de protección, ni una obsesión por lo que ella representaba. Era amor. Un amor oscuro, dominante, que lo hacía temer y al mismo tiempo ansiar lo que vendría.
Aria cerró los ojos, dejando que una lágrima rodara lentamente por su mejilla. Sabía que algo más estaba por venir, algo que haría temblar los cimientos de su mundo. Su debilidad aún la arrastraba, pero en lo más profundo de su ser comprendía que aquel vínculo con el rey era a la vez su mayor condena y su única salvación.
Demyan, con la sombra de la duda mordiéndole los huesos, selló en silencio una promesa que jamás rompería:
proteger a Aria del mundo entero, aunque para ello tuviera que destruirlo todo.