El silencio reinaba en la Academia, un silencio engañoso que no pertenecía a la paz, sino a la expectación de lo que estaba por venir.
Las sombras habían sido derrotadas… pero la oscuridad no había desaparecido. Solo se había replegado, aguardando, respirando en los rincones donde la luz no podía alcanzarla.
Aria se miró en el espejo de su habitación. Sus ojos, reflejando un brillo que no era humano, la hacían sentir más ajena que nunca a sí misma. Había sobrevivido, había luchado… y sin embargo, algo dentro de ella había despertado. Algo que ni siquiera el Rey Demyan lograba descifrar.
Él lo sabía.
Lo había sentido en su piel, en sus heridas, en su propia magia entrelazada con la de ella: Aria no era humana. Y esa verdad, que debía apartarlo de ella, lo encadenaba aún más fuerte a su destino.
Esa noche, entre el eco de los pasillos vacíos y el peso de todo lo no dicho, el Rey buscó a Aria. Sus miradas se encontraron y, sin más barreras, sin más excusas, un beso selló lo que ninguno de los dos se atrevía a pronunciar. Fue intenso, delicado, desesperado… un juramento silencioso.
Pero mientras sus labios se unían, en la lejanía una grieta oscura se abrió en los cielos.
Un presagio.
Una advertencia.
La verdadera guerra aún no comenzaba.
Y Aria estaba destinada a ser el corazón de todo.