El eco del dolor y las profundidades
Aria apenas podía sostenerse en pie. El aire le pesaba en los pulmones como si cada respiración fuera un castigo. La imagen de Kael cayendo, su sangre esparciéndose entre sombras, la perseguía incluso con los ojos cerrados. El dolor no era solo suyo; Demyan lo sentía vibrar en su propio cuerpo, como una cadena invisible que unía su corazón al de ella.
—Basta, Aria —su voz era firme, un trueno contenido en el pecho del rey—. No puedes permitir que esto te consuma. Descansa.
Ella quiso negarse, quiso gritar que no podía, que el vacío era demasiado grande, pero la mirada de Demyan la atravesó como un muro impenetrable. Había un fulgor inquebrantable en sus ojos, un recordatorio de que aunque él mismo sangrara con ella, debía permanecer como el bastón que los sostenía.
Aria asintió con un leve movimiento, derrotada por la magnitud de su sufrimiento. Al alejarse, Demyan cerró los ojos un instante. Sentía cómo su dolor le atravesaba las costillas, quemando su ser, pero no podía permitirse caer. El ataque había dejado cicatrices más profundas que las visibles: fracturas en la seguridad de su mundo.
Y ahora, debía enfrentarse a la Asamblea.
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El salón de los reinos se erguía como un templo de mármol ennegrecido, con columnas que parecían sostener no solo la bóveda, sino el peso de las decisiones que allí se dictaban. Los Encargados de los Reinos estaban reunidos, cada uno irradiando un aura única:
• El encargado del reino ígneo, envuelto en llamas que nunca consumían su carne.
• La encargada del reino marino, con un cabello que fluía como corrientes vivas de agua.
• Los gemelos del reino celeste, con alas traslúcidas que parecían cortadas del mismo firmamento.
• Y los representantes menores, sombras de poder, que aún temblaban ante la presencia del rey oscuro.
El eco de la tragedia aún vibraba en el ambiente. La sombra que había devorado a Kael era solo una muestra de algo más profundo, más primitivo.
—Hemos perdido terreno —dijo el encargado ígneo, su voz como crujir de brasas—. Las sombras se multiplican, algo las convoca desde las fisuras del reino oscuro.
—No son fisuras —interrumpió Demyan, su voz helada silenciando a todos—. Es el llamado de lo que yace en las profundidades.
El salón vibró. Incluso los más poderosos bajaron la mirada.
—¿Te atreves a decir… que los Degradados están despertando? —preguntó la encargada marina, con un temblor apenas disimulado en su tono.
Demyan avanzó, y cada paso suyo resonaba como el golpe de un martillo en un ataúd.
—No se atreven. Ya están libres.
El murmullo se convirtió en caos: acusaciones, miedo, estrategias fallidas. Algunos gritaban que debían sellar los portales, otros clamaban por sacrificar territorios humanos para contener la expansión. El aire se volvió sofocante, cargado de energía y miedo.
Demyan alzó la mano, y el silencio fue inmediato. Con un movimiento sutil, su poder se extendió como un manto negro, apagando las voces y doblegando a los presentes. Ningún Encargado podía resistirse; incluso los gemelos celestes sintieron sus alas quebrarse bajo la presión invisible.
—El caos que han visto no es nada —su voz era un rugido de tormenta—. Más allá de las fronteras que creen gobernar existe un lago negro, un abismo donde los Degradados fueron desterrados. Seres sin dueño, repudiados por su propia esencia, monstruos que jamás obedecieron ni a la luz ni a la oscuridad.
Hizo una pausa, y sus ojos se encendieron como brazas ardiendo en medio de la penumbra.
—Si ellos han despertado, no hay ejército que los contenga. Ningún reino está preparado.
El terror fue absoluto. Algunos Encargados retrocedieron en sus asientos, otros clavaron las uñas en la mesa, buscando aferrarse a algo.
Y entonces, Demyan habló la sentencia:
—Yo iré a las profundidades.
El salón estalló en gritos de protesta. Era suicida, una locura. Los Degradados eran leyendas, terrores ancestrales que habían devorado ejércitos enteros sin ser derrotados. Pero el rey oscuro se mantenía imperturbable, inmune a dudas y a contradicciones.
El aire se volvió denso. En el suelo, las sombras de todos los presentes comenzaron a retorcerse, respondiendo al poder absoluto de Demyan.
—¿Olvidan quién soy? —su tono era un filo de acero. El mármol del suelo se resquebrajó bajo su energía, y una grieta oscura se abrió, como si el mundo mismo temiera contenerlo—. Yo soy el único que puede enfrentarlos. La oscuridad me pertenece. Y si el caos me desafía, lo destruiré con mis manos.
Los Encargados callaron. La decisión estaba tomada.
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Cuando Demyan salió del salón, las paredes aún temblaban por la magnitud de su poder. El vínculo con Aria ardía en su interior; sentía su debilidad, su miedo, su desgarro por la pérdida de Kael. Pero él no podía detenerse. El camino hacia las profundidades lo esperaba, y en ese lago negro, entre los Degradados, estaba la clave de un destino que podía aniquilarlos a todos.
Y el mundo, lo supieran o no, ya estaba condenado a cambiar.