La Decisión del Rey Oscuro
Demyan permanecía en lo alto de la torre de obsidiana, observando el horizonte ennegrecido de su reino. Las brasas eternas que iluminaban los muros ardían con un fuego perpetuo, como si supieran que algo estaba por desatarse. La noticia de los movimientos en las profundidades había estremecido incluso a los más antiguos guardianes.
El lago negro lo llamaba.
Y él sabía que no podía ignorar ese llamado.
Pero había un problema que lo consumía más que la amenaza: Aria.
Su vínculo ardía con ella, avisándole que su dolor aún era profundo, que la herida de Kael seguía abierta como un eco en su pecho. Tenerla cerca era lo único que le otorgaba control. Tenerla lejos… era inaceptable.
Demyan sabía la respuesta antes de siquiera debatirla: ella iría con él.
Sin embargo, debía asegurarse de que el reino quedara en manos de alguien tan poderoso como él mismo. Fue entonces cuando una sombra metálica cruzó el salón: la presencia de su hermana, la diosa de la guerra.
Era majestuosa, de una belleza oscura y cruel, con una armadura escarlata forjada en los fuegos eternos. Sus ojos brillaban como espadas al desenvainarse, y en su sola aura podía sentirse el eco de miles de batallas ganadas.
—Hermano —su voz resonó como un trueno apagado—. Dicen que descenderás más allá de lo gobernado. Hacia el lago negro.
Demyan asintió, serio, sin apartar la mirada del abismo que se extendía ante ellos.
—Algo despierta en lo profundo —dijo él—. Algo que ni siquiera mis sombras reconocen. Si no voy yo mismo, lo que yace oculto romperá las cadenas y devorará todo a su paso.
La diosa se acercó, observándolo con dureza.
—Eres el único capaz de sobrevivir ahí abajo. Pero no deberías llevarla contigo. —Sus labios se curvaron en una mueca de advertencia—. Esa humana o lo que sea que sea ella, no tiene su poder despierto. Y aunque te rehúses a admitirlo, tenerla tan cerca es exponerla a un peligro que aún no imagina.
Los ojos de Demyan ardieron con un fuego carmesí.
—Ella está bajo mi protección. —Su voz fue tan grave que la piedra misma pareció estremecerse—. Nadie tocará lo que es mío.
La diosa lo sostuvo la mirada con frialdad, pero un destello de comprensión cruzó su rostro.
—Tú decides, hermano. —Extendió la mano y puso su palma sobre su hombro—. El reino quedará bajo mi vigilancia. Juro que nada ni nadie traspasará estos muros mientras estés ausente.
Hubo un silencio cargado de tensión, roto solo por las brasas crepitando. La diosa inclinó la cabeza, solemne:
—Solo recuerda esto: si el vínculo entre tú y la humana se rompe en esas profundidades… ambos caerán.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire como cuchillos invisibles, pero Demyan no respondió.
En cambio, alzó la voz, llamando a otro de los pilares de su reinado:
—¡Saimon!
Las puertas del salón se abrieron con un estruendo metálico. Una figura imponente entró, cubierta por una armadura oscura y runas incandescentes en su piel. Saimon, su mejor súbdito, era el único guerrero capaz de caminar entre los bordes de la locura y regresar con la razón intacta.
Se arrodilló ante su rey.
—Mi señor, estoy listo para descender al infierno mismo si así lo ordena.
Demyan bajó la vista hacia él, satisfecho.
—Entonces lo harás. —Su voz se volvió filo puro—. Serás mi sombra en el lago negro.
La diosa de la guerra observó en silencio, con los brazos cruzados.
Con todo preparado, Demyan se dirigió a los aposentos de Aria. Ella lo esperaba con los ojos cansados, la piel aún marcada por los golpes de la batalla anterior. Al verlo, intentó ponerse de pie, pero él la sostuvo por la muñeca, firme.
—Nos vamos —le dijo sin rodeos.
Aria lo miró, confundida.
—¿A dónde?
Él se inclinó sobre ella, sus ojos ardiendo como brasas, su voz impregnada de una promesa y una amenaza al mismo tiempo:
—A lo más profundo del reino oscuro. Al lago negro. Donde los degradados aguardan. —Rozó con sus dedos la leve cicatriz en su brazo, la misma que compartía con él por el vínculo—. Mientras estés a mi lado, nada te tocará. Nada.
La intensidad de sus palabras la dejó sin aliento. No había espacio para la duda, ni para el miedo. Demyan la estaba arrastrando a un mundo del que tal vez no habría retorno, pero al mismo tiempo era el único refugio que podía ofrecerle.
Y así, bajo el crepitar eterno del fuego oscuro, el Rey Oscuro comenzó su marcha hacia el abismo con Aria y Saimon a su lado, mientras la diosa de la guerra quedaba atrás, guardando el reino con un filo en la mirada que presagiaba la tormenta por venir.