Ecos De Luz Y Sombras El Camino Al Destino

Capítulo 6

El Descenso al Reino Oscuro

El eco de los cascos resonaba contra las losas negras que marcaban el inicio del descenso. Demyan iba al frente, imponente, con la mirada fija en el horizonte que parecía tragarse toda luz. Aria, a su lado, contenía el temblor de sus manos, intentando comprender en dónde estaba entrando realmente. Simón cerraba la marcha, firme, como un muro de hierro que nada podía atravesar.

El Reino Oscuro se abría ante ellos como una obra majestuosa y terrible. Los árboles no tenían hojas, sino ramas retorcidas que parecían manos alzadas hacia el cielo muerto. El aire era denso, cargado de humo rojizo, y las montañas se erguían como colosos de obsidiana. Desde la altura, podían verse los pueblos oscuros: construcciones de piedra negra, iluminadas por fuegos eternos que ardían en antorchas verdes.

La gente del Reino Oscuro esperaba a su rey en silencio reverente. Al ver la silueta de Demyan, todos se inclinaron profundamente, murmurando plegarias y gritos de lealtad. Guerreros con armaduras forjadas en acero sangriento, mercaderes con ojos cansados, y niños con marcas místicas en la piel lo observaban con una mezcla de temor y devoción.

—Mi rey —dijo uno de los capitanes que los aguardaba—. Hemos reunido a los mejores guías para escoltarlos hasta los límites. Pero más allá… ni siquiera los nuestros se atreven a cruzar.

Demyan asintió con frialdad, sus ojos recorriendo el panorama con el dominio absoluto de quien sabe que todo lo que pisa le pertenece.

El grupo avanzó, y en el trayecto los súbditos ofrecieron tributos: cofres de monedas, bestias oscuras, armas embrujadas. Nada parecía llamar la atención de Demyan, hasta que, en medio de la multitud, una figura se escabulló entre sombras.

Era una ladrona. Ligera, ágil, con ojos amarillos que brillaban en la penumbra. Sus dedos habían intentado arrebatar una bolsa de monedas imperiales del costado del séquito. Pero la mano de Demyan fue más rápida que el propio aire. La tomó del cuello y la levantó como si fuera un peso muerto.

El silencio fue inmediato. Todos los presentes retrocedieron aterrados.

—¿Te atreves a robarle a tu rey? —su voz retumbó como un trueno, cargada de ira contenida. Sus dedos se cerraban poco a poco alrededor del cuello de la ladrona.

—¡Por favor, majestad! ¡No, no! —balbuceaba ella, pataleando en el aire—. ¡Perdóneme! ¡No quería… no quería…!

El poder oscuro de Demyan se alzaba, dispuesto a desintegrarla en ese instante. Pero entonces, la voz de Aria irrumpió con una firmeza que sorprendió a todos, incluso a él.

—¡Bájala, Demyan! —exclamó, colocándose frente a él, desafiando la sombra misma que emanaba de su cuerpo—. No merece morir por esto.

El rey entrecerró los ojos, molesto.

—Es una rata. Ha osado tocar lo que me pertenece.

—Eso no la convierte en alguien irredimible —replicó Aria, con voz suave pero firme—. Si la matas, solo demostrarás que tu poder no conoce misericordia… y yo sé que no eres así.

Demyan clavó su mirada en ella. Podía sentir a través del vínculo su desesperación, su súplica sincera. Y aunque cada fibra de su ser le gritaba que la ladrona debía morir, bajó lentamente la mano y la dejó caer al suelo.

La mujer se arrodilló de inmediato, temblando.

—¡Gracias, señora! ¡Gracias, majestad! —sollozó, mirando a Aria con ojos suplicantes—. Mi nombre es Leona. Y… y si me permiten, yo conozco la ruta hasta el Lago Negro. Los guías del reino solo los llevarán hasta los límites, pero yo he estado allí. Puedo cruzar con ustedes.

Demyan bufó con desdén.

—No necesito a una ladrona como guía.

Pero Aria dio un paso al frente, colocándose casi frente al pecho del rey, elevando la mirada con determinación.

—Confía en mí —le dijo suavemente—. Ella puede ayudarnos.

El silencio entre ambos fue eterno, cargado de tensión. Finalmente, Demyan cerró los ojos y dejó escapar un suspiro pesado.

—Muy bien —gruñó, dirigiéndose a Leona con frialdad—. Pero si me traicionas, tu alma será devorada en el mismo lago.

—¡Lo juro, majestad! —respondió ella con lágrimas de alivio.

Con la decisión tomada, la comitiva continuó hasta que los soldados los dejaron en los límites. Allí, un embarcadero de piedra negra los esperaba. El agua del lago frente a ellos no era normal: era líquida oscuridad, un manto negro que absorbía cualquier reflejo de luz. Los botes parecían flotar por voluntad propia, como si fueran arrastrados por fuerzas invisibles.

Los soldados hicieron su última reverencia, sin atreverse a cruzar.

—Más allá, mi rey, no hay retorno seguro —dijo el capitán, inclinando la cabeza.

Demyan avanzó primero, ayudando a Aria a subir al bote. Sus ojos se posaron en ella, y el vínculo vibró con fuerza.

—Mientras estés a mi lado —le susurró con voz grave, de forma que solo ella lo oyera—, nada podrá tocarte.

Aria bajó la mirada, sintiendo cómo su corazón se agitaba con esas palabras.

El bote se deslizó hacia adelante, rompiendo la superficie del Lago Negro. Detrás, Simón y Leona ocuparon otro. La neblina oscura los envolvió de inmediato, y el reino que dejaban atrás desapareció en cuestión de segundos.

Lo desconocido los esperaba.

Y el silencio de las aguas parecía prometer que nada volvería a ser igual.




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