El Lago Negro
El silencio era tan denso que hasta los remos de madera parecían temer al romper la superficie del lago.
El agua no brillaba como un espejo, no reflejaba el mundo que los rodeaba… era negrura pura, un abismo líquido que se tragaba todo lo que se hundiera en él. El bote se deslizaba lento, apenas sostenido por el impulso de los remeros oscuros que les habían cedido el paso hasta los límites del reino, pero más allá… ya nadie los acompañaría.
La barca avanzaba con ellos: Demyan al frente, erguido como un dios intocable; Aria a su lado, con los dedos crispados sobre la tela de su vestido; Simón firme y silencioso como una muralla; y Leona, la ladrona, que parecía tan cómoda en aquel caos como si el lago mismo la hubiera visto nacer.
A su alrededor, la oscuridad cobraba vida.
Sombras alargadas emergían del agua, como brazos esqueléticos que se quebraban y se deshacían en humo apenas tocaban la superficie. Susurros de lamentos acariciaban el oído de Aria, voces que lloraban nombres imposibles de recordar, gritos apagados de los condenados que alguna vez intentaron cruzar ese lago.
Aria tragó saliva. Sus ojos recorrían cada deformidad del lugar: esqueletos hundidos que parecían abrir sus bocas en un eterno grito; alas negras flotando como despojos; animales retorcidos ofrendados a un dios que ya no respondía.
El miedo le calaba los huesos, pero aun así no soltaba ni una lágrima.
Leona, que se sentaba frente a ella, notó su temblor.
—No los escuches —murmuró inclinándose hacia ella—. Aquí las voces solo buscan quebrarte. Tú no deberías escuchar tanta desgracia… eres demasiado hermosa para que la sombra intente mancharte.
Los labios de la ladrona esbozaron una sonrisa cálida, casi traviesa.
—Ese vestido parece pintado por los mismos ángeles… y tú pareces uno de ellos.
Aria sintió que el calor le subía hasta el rostro.
—No digas eso… —murmuró, bajando la vista, pero sus labios temblaron en un amago de sonrisa—. Tú también eres hermosa, Leona. Con esa piel brillante, esos ojos de gata… pareces una diosa que camina entre mortales.
Leona soltó una pequeña risa, complacida por la respuesta, y durante unos minutos se dedicó a hablarle de banalidades, historias de los callejones del reino oscuro, tonterías sin peso.
Y poco a poco, Aria dejó de escuchar los gritos. El terror cedió, reemplazado por esa conversación ligera, casi humana en medio del infierno.
Demyan, sin moverse ni girarse, percibió el cambio a través del vínculo. Sintió el alivio recorrer el pecho de Aria y, por primera vez desde que habían tocado el bote, ella respiraba tranquila. No interrumpió. No le gustaba la cercanía de esa ladrona, pero la calma de Aria pesaba más que sus celos.
Simón, mientras tanto, mantenía los ojos clavados en las aguas. Su mano reposaba sobre la empuñadura de su espada, como si supiera que en cualquier instante algo podría emerger de ese lago hambriento.
El viaje se alargó como si el tiempo se deformara. Horas parecían días. El aire era tan espeso que costaba respirar. Un humo negro, corrosivo, comenzó a levantarse a medida que se acercaban al otro extremo. Y pronto, lo vieron.
La orilla del lago estaba cubierta de cenizas y piedras rotas. Humo oscuro cubría todo, ondulando como serpientes, ocultando lo que había más allá. El bote tocó tierra con un golpe seco.
Demyan fue el primero en bajar. Su sola presencia hacía que el humo retrocediera, como si la oscuridad reconociera que él no pertenecía a nadie más que a sí mismo.
Simón descendió tras él, acostumbrado a ese aire venenoso. Leona saltó ligera, respirando como quien vuelve a casa.
Aria se quedó un instante en la barca. El humo la golpeaba, los gritos eran más fuertes, y cada paso hacia la orilla era un desafío a su cordura. Pero al mirar a Demyan, tan erguido y firme, recordó sus palabras: “Mientras estés a mi lado, nada malo te pasará”.
Así, avanzó con la cabeza en alto. Sus zapatos se hundieron en la arena oscura, y aunque el mundo a su alrededor gritaba muerte, Aria decidió no temblar. Era el infierno, sí… pero lo enfrentaría de pie.
El silencio que siguió fue absoluto, roto solo por el crujir de huesos bajo sus pies. Habían llegado. El verdadero camino al corazón del lago negro apenas comenzaba.