El Eco de los Muertos
El aire pesaba como hierro derretido. Cada paso que Aria daba parecía hundirse en un suelo invisible, cubierto de cenizas antiguas que no se veían, pero que se sentían bajo la piel. Desde que habían bajado de la barca en el Lago Tenebroso, el silencio no había sido realmente silencio: se escuchaban lamentos lejanos, murmullos que parecían filtrarse en la sangre, como si el mismo aire quisiera hablarle en lenguas olvidadas.
Su corazón palpitaba con violencia, y sin embargo, cuanto más caminaba, más se iba acostumbrando su cuerpo. Era como si la oscuridad quisiera devorarla, pero al mismo tiempo le ofreciera un abrazo perverso.
—Tienes que ser fuerte —se repetía una y otra vez, apretando el puño con disimulo—. No puedo fallar, no aquí, no delante de ellos.
Demyan caminaba al frente, imponente, sus pasos resonando como truenos silenciosos. Ninguna sombra osaba tocarlo; al contrario, todo lo que surgía de los abismos retrocedía al sentir su presencia. Saimon, siempre alerta, era su sombra inseparable, con la mirada encendida, preparado para destruir cualquier cosa que se atreviera a rozarlos.
Aria sabía que no debía distraerse, pero la presión demoníaca la estaba ahogando. Entonces Leona, la ladrona convertida en guía, se acercó a su lado con pasos ágiles y una sonrisa ladeada.
—Respira despacio, niña —le susurró, como si conociera exactamente lo que ella estaba sintiendo—. Este lugar se alimenta del miedo, y tú eres nueva aquí. No lo dejes entrar.
Aria la miró de reojo.
—¿Cómo puedes soportar algo así? Parece… interminable.
Leona soltó una risita amarga.
—Porque nací aquí. Crecí entre estas cosas. Este veneno es mi pan de cada día. No tuve familia, ni amigos, ni un lugar seguro donde esconderme. Solo aprendí a sobrevivir… a robar, a luchar, a ser invisible cuando era necesario. Si no, me habría convertido en alimento para estas bestias.
Aria sintió un nudo en la garganta. Bajó la mirada.
—Yo… tampoco tuve familia. Crecí en un orfanato, en el mundo humano.
Leona la miró sorprendida, sus ojos felinos brillando como brasas.
—Entonces… ¿eres humana transformada? —susurró, casi con reverencia—. Eso lo cambia todo. Nadie que provenga de ese mundo puede resistir tanto aquí sin caer en la locura. Pero tú lo haces. Quizá eres más fuerte de lo que crees.
Aria no supo qué contestar. Su pecho se hinchó de orgullo y temor al mismo tiempo. ¿De verdad podía soportar lo que ellos soportaban? ¿O solo estaba fingiendo bien?
De pronto, un rugido viscoso interrumpió el momento. Una criatura surgió del humo: era grotesca, como un amasijo de carne podrida con garras largas y un hedor que casi los hizo retroceder. Sus ojos estaban huecos, llenos de gusanos que se retorcían.
Aria soltó un grito ahogado cuando la cosa se lanzó hacia ellas. Saimon reaccionó de inmediato, desenfundando su arma y colocándose frente a las chicas. Pero antes de que el monstruo pudiera siquiera rozarlas, un poder invisible lo detuvo en seco.
Era Demyan. Con un solo gesto de su mano, las entrañas del ser se hicieron polvo en el aire.
El rey ni siquiera volteó a mirarlas.
—Nada que respire en este lugar se atreverá a tocarlas mientras yo camine aquí.
Aria sintió un estremecimiento recorrerle la piel. No era miedo, era algo peor: era fascinación por aquella fuerza inhumana que parecía no tener límites.
El camino siguió, cada vez más pesado, hasta que una luz rojiza y dorada empezó a teñir el horizonte. No era una luz cálida, sino un resplandor de sufrimiento, acompañada por un coro de gritos desgarradores que erizaban la piel.
—¿Qué es eso? —preguntó Aria, tragando saliva.
Leona bajó la voz, como si temiera nombrar lo innombrable.
—El pueblo muerto. Aquí viven las criaturas olvidadas, los monstruos sin magia ni dones. Es un cementerio de lo que fue rechazado por la oscuridad misma.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Las sombras del lugar se arremolinaban, los lamentos crecían, y frente a ellos apareció un arco de piedra negra cubierto de símbolos que latían como corazones podridos.
La entrada al Inframundo.
El inicio de la búsqueda de la Oscuridad Antigua.