Ecos De Luz Y Sombras El Camino Al Destino

Capítulo 11

El aire se volvió insoportable, más denso que la misma muerte. Frente a ellos, aquella oscuridad antigua se alzó como una entidad sin forma, un eco eterno que lo cubría todo. No tenía rostro ni cuerpo, pero su voz… su voz lo desgarraba todo, hasta el alma.

—Soy invencible —retumbó, con un tono tan profundo que hizo que los muros invisibles del inframundo se estremecieran—. He dormido durante eras enteras, aguardando… aguardando el único poder que puede llamarme de regreso. El poder angelical. Ni siquiera la extinción de su linaje pudo destruirme. Sólo la diosa angelical podría aniquilarme… pero antes de que ella viviera, yo aniquilé a todos.

Aria sintió que cada palabra era como un cuchillo que se hundía en su pecho. El aire la quemaba, el cuerpo le temblaba, y aun así, no podía apartar la mirada de esa sombra. Lágrimas calientes se deslizaron por sus mejillas sin que pudiera detenerlas.

—Recuerdo muy bien cómo sellaron mi existencia —continuó la voz, carcajeando como un eco de miles de almas condenadas—. Ellos me llamaban el Desespero… y también la Unión. No buscaban extinguirme, no… sólo sellarme. Pero pagarían el precio con cada generación perdida.

Saimon dio un paso al frente, su espada brillando con fuego ancestral. —¡No dejaré que sigas respirando! —rugió, lanzándose contra la oscuridad.

La espada atravesó la sombra… pero no ocurrió nada. Era como golpear el vacío. La risa del ente llenó cada rincón.

—Soy inalcanzable, insensato. Me alimento del dolor, del miedo y del terror. Mientras más luchen, más fuerte seré. Ustedes no son nada más que mi festín eterno.

De pronto, miles de sombras se alzaron como criaturas deformes, cayendo sobre ellos. El inframundo se convirtió en un mar de desesperación.

Demyan dio un paso adelante, su mirada fija y fría. —No. Nadie tocará lo que es mío.

Con un simple movimiento de su mano, desató una energía tan brutal que arrasó con todas las sombras en un solo instante. No quedó ni una en pie, sólo un vacío estremecedor y el eco de la entidad riendo.

—Impresionante… —susurró la voz, más cercana, más retorcida—. Pero aunque seas el más poderoso entre los condenados, jamás podrás tocarme. Ni tu fuerza ni tu magia bastarán. Sólo la diosa angelical tiene ese poder… y no saldrá viva de este encuentro, porque nuestro destino está entrelazado: morir juntos.

Aria sintió algo dentro de sí, un calor que quemaba, que intentaba salir. Su cuerpo temblaba, su alma luchaba contra algo que ni siquiera entendía. La luz comenzó a brotar, tenue al inicio, pero imposible de contener.

La sombra se detuvo. El silencio se volvió absoluto. Y entonces, la voz, cargada de un miedo inusual, tronó como nunca:

—Ese poder… no puede ser… ¡No puede ser! Es sangre angelical. No, no sólo eso… tú… tú eres ella.

Aria gritó, un dolor insoportable recorriendo su cuerpo. La luz la envolvió, estallando en una explosión que desgarró la oscuridad. El inframundo tembló con un estruendo apocalíptico.

Cuando el silencio regresó, el ente había desaparecido, borrado como si nunca hubiese existido. El suelo ardía aún con la energía de aquel estallido.

Aria cayó de rodillas, débil, su respiración entrecortada. No podía sostenerse más.

Demyan corrió hacia ella, y sin dudarlo la alzó en brazos. Su mirada, que siempre había sido fría, estaba cargada de un fuego extraño, un tormento que se negaba a mostrar.

—Siempre… siempre seré yo quien te encuentre —susurró con una rabia contenida, como si hablara contra el mismo destino—. Nadie te tocará. Ni siquiera esta oscuridad.

El silencio era absoluto, y en ese vacío, lo único que quedaba era el peso de lo imposible: Aria, la sangre angelical que no debía existir… la diosa perdida que había regresado.




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