El silencio tras la desaparición de la sombra era engañoso. Aunque el aire parecía calmo, Demyan no lograba apartar las palabras de aquella oscuridad suprema: “Tú eres ella… la diosa angelical.”
Una certeza que lo perforaba más que cualquier arma.
Sus sospechas sobre Aria siempre habían estado latentes: la pureza de su sangre, la forma en que soportaba la agonía del inframundo y el vínculo imposible que los unía. Pero esto… esto era distinto. Si esas palabras eran verdad, si Aria realmente era la reencarnación de la diosa angelical, entonces no solo él estaba en peligro: todos los reinos lo estaban.
Con el cuerpo debilitado de Aria entre sus brazos, Demyan emergió con paso firme de aquel abismo. Sus ojos fríos ocultaban la tormenta interna, pero por dentro sentía un miedo que rara vez había experimentado. El rey oscuro, temiendo. Una contradicción viviente.
—Resiste, Aria… —susurró apenas, con un tono que solo Leona y Saimon alcanzaron a escuchar.
Volvieron al reino oscuro, aunque no a la fortaleza central. Demyan los condujo hacia su otro palacio, aquel construido como bastión secreto, diseñado para resguardar lo imposible. Torres negras, murallas que parecían respirar y un aire cargado de un magnetismo pesado los envolvía al entrar.
Aria fue trasladada de inmediato a una cámara protegida, sellada por conjuros antiguos. Los expertos más leales a Demyan fueron convocados: sanadores de sombras, guardianes de almas y sabios de la línea oscura. Todos se inclinaron ante el rey cuando este ordenó:
—Nadie la toca sin mi permiso. Ella no es una prisionera, pero tampoco puede quedar desprotegida.
Leona se mantuvo a su lado, con la espada aún bañada de energía oscura, como si temiera que en cualquier instante todo volviera a explotar.
—No me separaré de ella —dijo con firmeza—. Aunque tenga que desangrarme, Aria no quedará sola.
En ese instante, Demyan mandó llamar a Hope. Su presencia era imprescindible; la luz equilibrada de Hope podría contener lo que brotaba dentro de Aria, al menos lo suficiente hasta encontrar respuestas.
Pero Demyan no perdió tiempo: convocó de inmediato a los encargados de cada reino. La balanza debía ser discutida antes de que la sombra regresara, antes de que el secreto de Aria se expandiera más allá de su control.
El gran salón del palacio pronto se convirtió en un campo de tensiones. Rostros de los distintos reinos —huesudos, deformes, hermosos o bestiales— se alzaban alrededor de la mesa de obsidiana. Voces cruzadas, acusaciones y gritos comenzaron a llenar la sala.
—¡Si esa sombra regresó es porque alguien la liberó! —rugió un señor del reino de las bestias.
—No, es el eco de un poder prohibido…—replicó otro, señalando hacia la cámara.
Demyan se levantó con tal fuerza que la sala tembló.
—¡Silencio! —su voz retumbó como un trueno oscuro, y todos callaron al instante—. Nadie habla de lo que no comprende.
Sin embargo, mientras la junta se desataba en caos, nadie advirtió lo peor: un espectro los había seguido desde el inframundo. Su presencia se ocultaba entre sombras, moviéndose como un veneno invisible por los pasillos del palacio. Ni siquiera los sabios lo percibieron.
Solo Aria, aún débil en su cámara, sintió algo extraño. Un frío que no provenía de ella, un susurro que rozaba su oído como un filo:
—El destino te reclama… y yo estaré ahí cuando caigas.
Ella abrió los ojos de golpe, temblando, mientras Leona la sostenía. Pero no alcanzó a gritar: una oleada de oscuridad explotó en los corredores, arrastrando a guardias y sirvientes como si fueran hojas en un vendaval.
El espectro estaba dentro.
La junta se transformó en un caos total. Criaturas invocando armas, conjuros oscuros lanzados contra las paredes, guardianes del reino intentando contener lo que parecía indetenible. Y en medio de todo, Demyan alzó una mano, invocando un muro de energía que bloqueó el ataque inicial.
Sus ojos se encendieron con un brillo carmesí.
—Me estaba esperando esto… —murmuró.
Saimon desenvainó su hoja encantada y gritó:
—¡No dejaremos que llegue a ella!
El choque fue inmediato. Oscuridad contra oscuridad. Gritos. Acero. Hechicería. Y en lo alto, como si se burlara de todos ellos, el espectro resonaba en carcajadas profundas, escapando cada vez que alguien intentaba tocarlo.
Demyan lo seguía con la mirada, furioso, porque aunque nadie más lo comprendía, él sabía la verdad: ese espectro no buscaba el caos por sí mismo. Solo tenía un objetivo… Aria.