Las sombras del palacio se movían inquietas, como si supieran que algo más oscuro que ellas rondaba en los muros. Demyan caminaba con pasos firmes, su mirada fija y fría. Había ordenado silencio absoluto en sus pasillos, pero en su mente el eco de una sola duda lo perseguía: el doctor Hope. Desde el momento en que lo vio actuar con Aria, algo dentro del rey se había tensado. No confiaba en nadie, y menos en alguien que manejara con tanta naturalidad sangre angelical.
—Simon —la voz de Demyan fue tan cortante que la penumbra se quebró alrededor suyo—. Investígalo todo. Sus orígenes, lo que oculta, lo que planea. Quiero cada detalle, hasta lo que intente enterrar bajo cien sombras.
Simon, fiel como siempre, asintió sin palabras. Sabía que no era una orden cualquiera. Era un mandato que podría costar vidas si el doctor escondía algo más de lo que mostraba.
Mientras tanto, en una de las habitaciones adornadas con oscuros vitrales, Aria miraba el cielo del reino. Desde allí, el horizonte no se iluminaba con luz dorada como en el reino de la claridad, sino con un fulgor púrpura, un resplandor que parecía emanar del mismísimo corazón de la oscuridad. Y sin embargo… era hermoso.
Pero la belleza no borraba el peso en su pecho. Sentía las cadenas invisibles de Demyan rodeándola. Siempre guardias, siempre advertencias. Siempre bajo su mirada.
—No puedo seguir encerrada —murmuró con cansancio, cuando él entró a verla.
Demyan la observó en silencio. Su vínculo la había hecho parte de él, y lo sabía: cada herida que recibiera, él también la sentiría. Su instinto le gritaba mantenerla oculta, pero la súplica en sus ojos lo obligó a ceder.
—Saldrás… pero no sola. Leona irá contigo. Y mis hombres. Ni un paso fuera de mi sombra, ¿entiendes? —dijo con voz baja, tan peligrosa como una sentencia.
Aria aceptó, aunque sintió que la libertad se le escapaba de entre los dedos.
El reino oscuro se desplegó ante ella con un caos fascinante. Calles amplias y angostas se entrelazaban en un laberinto vivo, iluminadas por faroles que ardían con flamas negras. El mercado vibraba con voces y trueques: criaturas de piel gris vendían amuletos, otros intercambiaban armas forjadas con minerales imposibles, y niños jugaban con mariposas de fuego como si fueran simples juguetes.
Aria lo miraba todo con ojos grandes, como si cada rincón respirara un secreto. Leona caminaba a su lado, vigilante, aunque con una sonrisa cómplice.
Entonces lo vio: un objeto extraño en un puesto apartado. Una caja cristalina, dentro de la cual latía un pequeño corazón rojo, brillando como si estuviera vivo. Aria se acercó, sintiendo una atracción imposible de resistir.
—Eso es un corazón eterno —explicó el mercader, con voz ronca—. Dentro guarda todo tipo de amor que alguna vez existió. Amor prohibido, perdido, traicionado… y el amor puro.
Aria lo miró fijamente, sintiendo una punzada en su pecho. Algo en ella respondió al latido dentro de aquel cristal.
Pero antes de que pudiera extender su mano, un grito rompió la calma del mercado. Un hombre corpulento levantó la mano para golpear a un niño que había intentado robarle un pedazo de pan. Aria reaccionó sin pensar: se interpuso.
El golpe no dio en el niño. Cayó sobre ella.
El dolor le arrancó un jadeo ahogado, y al instante el vínculo estalló en Demyan como fuego líquido corriendo por sus venas. La furia lo atravesó, una tormenta que no pudo ignorar.
—¡Aria! —Leona gritó, intentando apartarla y contener al agresor, pero la multitud comenzó a agitarse, algunos intentando acercarse, otros retrocediendo con miedo.
Los guardias del rey rodearon a Aria en un círculo de acero.
Y entonces, antes de que el caos se desbordara por completo, las sombras se abrieron de golpe. Una presencia oscura llenó el mercado, y todos se arrodillaron sin pensarlo.
Demyan había llegado.
Su mirada cayó sobre el hombre que había osado tocarla. El aire se volvió denso, cargado de muerte. Nadie respiraba. Nadie se movía.
Y en ese instante, el reino oscuro recordó que bajo la calma de su rey, ardía una furia capaz de destruir mundos.