Ecos De Luz Y Sombras El Camino Al Destino

Capítulo 20

El rugido del reino oscuro

El reino oscuro parecía un organismo vivo, vibrando con la inquietud de su gente. Los pasillos de piedra negra estaban cargados de murmullos, las antorchas ardían con un fuego azul que se agitaba como si el aire mismo presintiera la tempestad. Afuera, las calles estaban llenas de rostros tensos, ojos oscuros que buscaban respuestas que nadie se atrevía a dar. Los subordinados más cercanos al rey lo rodeaban con exigencias:

—Debemos atacar antes de que ese poder despierte.

—Los presagios no mienten, majestad… si el antiguo enemigo vuelve, sin la sangre angelical estamos perdidos.

El nombre prohibido flotaba en cada frase, como una sombra que nadie se atrevía a pronunciar en voz alta. Nadie sabía que esa sangre latía en el cuerpo de Aria, y esa ignorancia era la delgada línea que sostenía el frágil equilibrio del reino. Solo Demyan, Simon y Hope conocían la verdad.

Aria observaba desde las sombras junto a Leona, percibiendo en cada mirada la desconfianza y el miedo. La gente las estudiaba con recelo, reconociendo en ellas algo distinto, aunque no supieran qué. Leona, aún debilitada, se mantenía erguida, pero sus ojos buscaban en Aria respuestas que ni ella misma tenía.

De pronto, la tensión explotó. El suelo tembló con un estruendo sordo, como si una tormenta hubiera golpeado la corte misma. Las puertas del salón real se abrieron de par en par con violencia, y una energía sofocante llenó cada rincón.

Ella llegó.

La Diosa de la Guerra atravesó el umbral con paso imponente, y el silencio fue absoluto. Su armadura relucía con un resplandor rojo oscuro, y cada movimiento suyo parecía arrastrar un eco metálico que se clavaba en los huesos de quienes la miraban. Su sola presencia calló a los más audaces, sus ojos dorados y helados recorrieron el salón como cuchillas invisibles.

—Basta —su voz fue un trueno que desgarró la tensión en mil fragmentos—. No volveré a escuchar otro murmullo de cobardía en mi reino.

Los subordinados agacharon la cabeza, incapaces de sostenerle la mirada. El rey permaneció erguido en su trono, observándola con atención, pero incluso él parecía medir cada respiración frente a su hermana.

Aria sintió que el aire le faltaba; la energía que irradiaba la Diosa era tan brutal que le recordaba al mismo poder que había emergido de ella en el bosque. Leona apretó los puños, como si contuviera un impulso de arrodillarse ante la divinidad que acababa de irrumpir.

La Diosa de la Guerra avanzó hasta quedar frente al rey y, sin pedir permiso, sus ojos dorados se fijaron en Demyan. Hubo un instante de electricidad entre ambos, un vínculo invisible, profundo, que nadie más podía comprender.

—Necesito hablar contigo —ordenó, sin matices de súplica ni protocolo.

El murmullo de la corte volvió a alzarse, temeroso, expectante. Nadie se atrevía a desafiarla, nadie se atrevía a cuestionar la fuerza que se arremolinaba a su alrededor como un manto de acero y fuego.

El rey la miró, la sombra de una sonrisa peligrosa en sus labios, y asintió lentamente.

—Sea.

Demyan se levantó con rigidez, sintiendo el peso de todas las miradas clavadas en él. El ambiente se tensó aún más cuando ambos hermanos cruzaron el salón, dejando atrás un silencio cargado de temor y especulación.

Aria observó la escena con el corazón en la garganta. Una certeza la atravesó: esa conversación marcaría un antes y un después en el destino de todos.

Y sin embargo… ella aún no comprendía qué lugar ocupaba en todo aquel tablero de sombras y dioses.




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