El eco de las sombras
El silencio tras la partida de su hermana era insoportable. Demyan permaneció de pie en su sala más privada, las paredes cubiertas de símbolos grabados en obsidiana que parecían respirar con cada inhalación suya. El libro prohibido descansaba abierto frente a él, y cada palabra ardía como brasas en su mente.
Sus dedos rozaron las páginas, y los grabados comenzaron a proyectar imágenes: ángeles de luz desgarrados en medio de la oscuridad, un mar de llamas ascendiendo hasta cubrir los cielos, y una corona dorada emergiendo de entre cuerpos caídos.
—¿La diosa angelical… ligada a mí? —susurró, con un tono más de amenaza que de duda.
La profecía seguía desplegándose. Las letras en francés brillaban con sangre, confusas, como si el destino mismo se burlara de él:
“La sangre es el sello, el inicio y el fin. La corona lleva la carga, la flor la promesa. Muerte enmarca el inicio; renacer, el despertar.”
La visión terminó con la aparición de una flor de loto dorada posándose sobre la misma corona que descansaba en su trono. Demyan cerró los puños. El caos lo envolvía, pero en lugar de quebrarlo, le dio fuerza.
—Aumenten la guardia en los límites infernales —ordenó, su voz resonando con un eco demoníaco al invocar a sus subordinados—. Nadie entra ni sale sin que yo lo sepa. Sellad los portales. Quiero cada sombra bajo vigilancia.
Los demonios se arrodillaron, temblando por la intensidad de su presencia. Demyan no mostraba duda, pero por dentro, la intriga lo devoraba como un veneno lento. Si la profecía era real, debía saber más… antes que nadie más lo descubriera.
Mientras tanto, en el reino oscuro, las calles del mercado negro hervían de murmullos y trueques clandestinos. Criaturas de ojos rojos y piel marchita vendían brebajes, armas encantadas y reliquias prohibidas. El aire olía a azufre y desesperanza.
Aria caminaba con cautela, con Leona siempre a su lado. Aún podía sentir la opresión de la aparición de la diosa de la guerra; esa figura que parecía invencible.
—No puedo sacármela de la cabeza —murmuró Aria.
—Nadie puede —respondió Leona, sin apartar la mano de su espada—. Ella y nuestro rey son leyendas vivientes. Técnicamente invencibles. Desde la caída de sus padres, cargan con todo.
—¿Desde tan jóvenes? —Aria preguntó, con una mezcla de asombro y miedo.
—Eso dicen. Aunque… hay rumores —Leona bajó la voz—. Algunos creen que los dos tuvieron algo que ver con la muerte de sus padres. Yo no lo sé. Nadie lo sabe. Pero con la crueldad que ambos poseen, tampoco me atrevo a descartarlo.
El corazón de Aria dio un vuelco. ¿Podrían realmente haber destruido a quienes los engendraron? Esa idea se le clavó como un cuchillo, desgarrando la frágil confianza que apenas estaba construyendo.
De pronto, una figura se cruzó en su camino. Un rostro conocido, una presencia que, aunque sombría, le inspiraba cierta calma.
—Aria… —la voz del doctor Hope sonó suave, casi amable—. Qué coincidencia. ¿Podría caminar contigo un momento?
Aria dudó, pero antes de responder, Leona dio un paso al frente.
—Ella no va a ningún sitio sin mí. Tengo órdenes estrictas.
Hope giró lentamente la cabeza hacia Leona. La mirada que le lanzó fue de un desprecio absoluto, como si mirara a un insecto indeseable.
—No hablo contigo.
—Pues deberías, porque no pienso dejarla sola —gruñó Leona.
Hope suspiró, como si la paciencia se le agotara.
—Siempre tan testaruda. Muy bien… acompáñanos.
Los llevó por pasillos oscuros, más allá del bullicio del mercado, hasta que los sonidos de la multitud quedaron atrás. La atmósfera se volvió sofocante, cargada de un silencio tenso. Leona se mantuvo alerta, pero no conocía aquel sendero.
Cuando llegaron a un espacio apartado, Hope se detuvo.
—Aquí estaremos tranquilos.
Aria abrió la boca para preguntar qué sucedía, pero en un movimiento tan rápido que apenas pudo seguirlo, Hope levantó una mano. Un destello azulado envolvió a Leona. La guerrera apenas alcanzó a llevar la mano a su espada antes de caer al suelo, inconsciente.
—¡Leona! —Aria gritó, retrocediendo, el pánico devorándola.
Hope la miró con una sonrisa extraña, perturbadora, mezcla de ternura y amenaza.
—No temas, Aria… contigo nunca sería cruel. Pero hay cosas que debes saber… y para eso, necesitaba silencio.
El corazón de Aria martillaba con fuerza. Estaba atrapada. Y lo peor: estaba sola.