“El presagio de la corona rota”
El silencio de la noche se quebró con un grito que no pertenecía ni al mundo de los vivos ni al de los muertos.
Aria despertó sobresaltada, el corazón latiéndole con violencia, como si acabara de ser arrancada de otra realidad. El sudor perlaba su frente, pero lo que la heló no fue el temblor en su cuerpo, sino el eco de una voz que aún resonaba dentro de su cabeza:
“El amor será el filo de la espada.
El vencedor llevará la corona.
El perdedor… será olvidado.”
A su lado, Demyan se incorporó al mismo tiempo, respirando con la misma desesperación, los ojos encendidos en un resplandor carmesí. Habían soñado lo mismo. Ambos lo sabían.
El aire entre ellos pesaba como un hierro candente, una tensión invisible que los mantenía inmóviles, incapaces de pronunciar palabra. Era como si el destino se hubiese atrevido a mostrarles un reflejo de su final.
El silencio se hizo insoportable.
Demyan apartó la mirada, sus manos crispadas contra las sábanas. Por primera vez, el demonio parecía inseguro, prisionero de algo que no podía controlar. Aria, con el pecho oprimido, intentó acercarse, pero un estremecimiento recorrió su piel: había sangre en sus manos. No era un sueño. Un delgado hilo carmesí caía desde su muñeca, marcado con un símbolo que ardía como fuego.
La marca del destino.
Antes de que pudiera reaccionar, el suelo tembló. Un trueno seco sacudió la tierra, y desde las montañas cercanas un resplandor oscuro se elevó hacia el cielo como un faro de muerte. Demyan lo reconoció de inmediato: no era magia común, ni siquiera divina. Era la señal de un pacto roto, una grieta en el velo que separaba mundos.
—Hope —murmuró con un filo en la voz.
Muy lejos de allí, en la antigua fortaleza de los caídos, Hope abría los brazos hacia la tormenta que él mismo había desatado. Sus ojos vacíos, consumidos por la sombra, ardían con un fulgor de poder prohibido.
Ante él, los cuerpos de aquellos que intentaron detenerlo yacían inertes, su sangre alimentando los símbolos trazados en la piedra.
—La corona no será de ninguno de ustedes —susurró, con una sonrisa que no pertenecía a un hombre, sino a algo más antiguo, más cruel—. Yo soy la grieta. Yo soy el eco.
El cielo respondió con un rugido, y las estrellas se apagaron durante un instante, como si el universo mismo se inclinara ante la amenaza.
De regreso en el lecho, Aria y Demyan comprendieron la verdad: lo que habían visto en sueños no era un presagio cualquiera. Era un aviso.
El amor que los unía no solo los fortalecía.
También los ponía en la línea exacta de una guerra que decidiría qué reino sobreviviría… y cuál sería condenado al olvido.
Y el destino, caprichoso y cruel, acababa de mover su primera pieza.