Regreso a la Luz
La mansión oscura que los había albergado durante días guardaba un silencio pesado, roto únicamente por el caminar firme de Demyan recorriendo los pasillos como el rey que era. Su semblante no dejaba espacio a dudas: había tomado una decisión y nada podía quebrar su resolución.
—Esta noche partiremos —anunció con voz grave, su sombra proyectándose en las columnas de piedra—. El reino de Luz nos espera… y tú, Aria, deberás estar lista.
Aria lo miró desde su asiento, su cuerpo aún resentido pero más fuerte que días atrás. La orden era clara, casi inapelable. Sin embargo, dentro de ella se agitaban ecos de presagios y miedos que no había compartido del todo con nadie.
—Está bien —respondió con un susurro resignado.
Demyan se inclinó hacia ella, sus ojos oscuros recorriendo su rostro con la mezcla de severidad y cuidado que lo definía—. Toma tus medicamentos, Aria. No me obligues a recordarte que tu vida vale más que cualquier guerra.
Luego, se giró hacia los hombres de confianza que lo aguardaban en la sala del consejo. Sus palabras fueron órdenes directas, cortantes, con la precisión de un general:
—El reino oscuro no quedará desprotegido. Quiero patrullas dobles en cada entrada, un refuerzo en la muralla norte y que nadie, absolutamente nadie, cruce sin mi autorización. Quiero informes diarios. No confío en lo que se oculta en la sombra… y ustedes tampoco deberían hacerlo.
Los soldados se inclinaron con respeto absoluto antes de dispersarse a cumplir lo encomendado.
Leona, que había permanecido a un lado todo el tiempo, apretó los puños. Desde que Aria fue raptada, el remordimiento la carcomía. Se había prometido a sí misma no dejarla sola nunca más.
—Iré contigo, Aria —dijo de pronto, su voz cargada de firmeza—. No cometeré el mismo error. No volverás a estar en peligro mientras yo respire.
Aria giró el rostro hacia ella, sintiendo la lealtad de su amiga como un fuego cálido que casi le hacía llorar. Pero negó lentamente.
—No, Leona. No quiero que dejes tu vida, tu lugar, tu gente… por mí. Prometo volver. Y cuando regrese, quiero que me informes de todo lo que ocurra aquí. Te necesito aquí, no siguiéndome como si el mundo dependiera de ti.
Leona apretó la mandíbula, luchando entre la obediencia y el deseo de protegerla.
Antes de que pudiera replicar, Demyan intervino, con la fuerza de un trueno.
—Tu lugar es aquí, Leona. Necesito más gente de confianza en el reino oscuro. Y no lo discutas.
Leona bajó la cabeza. Su corazón ardía en protesta, pero no se podía negar a la orden de su señor, su rey.
—Así será, mi señor —susurró, con un dejo de amargura en los labios.
El peso de la decisión quedó suspendido en el aire, como una espada que nadie se atrevía a tocar.
Finalmente, cuando la luna alcanzó el punto más alto del cielo, Demyan extendió su mano hacia Aria.
—Es hora.
Ella lo tomó, sintiendo la frialdad y el calor mezclados en ese contacto. Y juntos, envueltos en sombras y silencio, cruzaron el umbral hacia la luz.
El cambio fue inmediato: un resplandor imponente los rodeó, como si el mundo mismo respirara diferente. El reino de Luz se extendía frente a ellos, puro, eterno, magnífico… y en el centro de su entrada, esperándolos con la furia contenida en sus ojos ardientes, estaba ella.
La diosa de la guerra.
Su sola presencia estremeció el aire. Sus labios se curvaron en una media sonrisa que no prometía nada bueno.
—Así que por fin regresaron… —murmuró, con un filo en la voz que presagiaba tormenta.
Y el destino de tres reinos volvió a temblar.