Voces entre Sombras
El guardia que escoltaba a Aria caminaba rígido a su lado, sin apartar la mano de la empuñadura de su espada. El eco de sus pasos por los pasillos del Reino de Luz sonaba demasiado fuerte, como si el mármol quisiera recordar a Aria que aquel no era su hogar.
Ella, en silencio, trataba de disimular la incomodidad hasta que, al acercarse a la bifurcación que conducía al comedor, su estómago rugió con tanta fuerza que la obligó a detenerse.
—Necesito comer algo —dijo con suavidad, mirando al guardia con un dejo de súplica—. Si no me alimento, voy a desmayarme, y me imagino que eso no será bueno.
El soldado la miró incómodo, bajando apenas la cabeza.
—Su Majestad ordenó que fuese directo a sus aposentos —contestó con firmeza, aunque su tono dejaba entrever vacilación—. Haré que le manden comida a la habitación.
—Por favor… —insistió Aria, con un brillo en los ojos que mezclaba súplica y rebeldía—. No estoy pidiendo mucho, solo un poco de pan, algo de fruta. No quiero… sentirme encerrada.
El soldado apretó los labios, atrapado entre la compasión y el peso de la orden. Finalmente sacudió la cabeza.
—Perdóneme, mi señora. No puedo desobedecer.
Aria suspiró, consciente de que no podía presionar más. Dio un paso atrás y asintió.
—Está bien. Llévame a mi habitación.
Al llegar, el guardia abrió la puerta y esperó a que ella entrara. Luego, con una leve inclinación de cabeza, se retiró, dejando a Aria en una soledad que parecía devorar las paredes.
Se dejó caer en la cama, pero su mente no encontraba paz. Todo lo vivido en tan poco tiempo la oprimía: el viaje, la revelación de los dioses, las sombras de Demyan y la hostilidad silenciosa de la hermana de él. El aire se volvía denso.
Finalmente, sin más paciencia, se levantó. Abrió la puerta con decisión. Nadie estaba vigilando. Nadie la detuvo.
Avanzó, decidida, por los pasillos hasta llegar al comedor principal.
Allí, el murmullo de voces la envolvió como un río. Decenas de personas se encontraban reunidas, no solo soldados y guerreros, sino humanos recién llegados, algunos temerosos, otros expectantes, todos en proceso de convertirse en parte de aquella extraña y peligrosa nueva era. Había largos banquetes servidos, cálices rebosantes, risas entremezcladas con conversaciones tensas.
Aria se movía como un espectro entre ellos, sin ser notada del todo, hasta que una voz conocida atravesó el murmullo.
—¡Aria! —exclamó Saura, levantándose de su asiento.
Aria se giró y sus ojos se abrieron sorprendidos. Su amiga estaba cambiada: más fuerte, más erguida, pero en su mirada aún brillaba la nostalgia de lo perdido. Se abrazaron con fuerza, como si quisieran contener en ese gesto todos los recuerdos y el dolor compartido.
—Saura… pensé que nunca más volvería a verte —susurró Aria con emoción.
—Yo también lo pensé —respondió Saura con una sonrisa cansada—. Pero aquí estoy, seguimos de pie. Aunque aún duele la muerte de Kael, nos entrenaron para soportar.
El nombre de Kael fue un golpe en el corazón de Aria. La culpa volvió como una punzada, pero decidió guardarla en silencio. No podía permitir que la quebrara allí, frente a todos.
Saura la condujo a la mesa.
—Ven, come conmigo. Te serví algo.
Le ofreció pan caliente y un poco de guiso humeante. Aria aceptó con gratitud, probando lentamente mientras observaba alrededor. Había demasiada gente nueva, muchos rostros ansiosos, y la tensión flotaba como un velo invisible.
—Han pasado cosas, Aria —le confesó Saura en voz baja mientras jugaba con su copa—. Hace poco intentaron infiltrarse en las tumbas de los antiguos dioses. Nadie sabe exactamente qué buscaban, pero dicen que algo fue removido… algo que jamás debió tocarse.
Aria la miró con el ceño fruncido.
—¿Qué significa eso?
Saura bajó la voz aún más.
—Rumores. Algunos creen que se avecina una guerra aún mayor, otros hablan de un despertar. Todos estamos inquietos… pero alerta.
Aria tragó saliva, sintiendo que el aire se volvía más frío. Aquellas palabras parecían encajar con todo lo que había escuchado últimamente.
Por primera vez en mucho tiempo, se permitió sonreír débilmente. Estar con Saura la hacía sentir más humana, menos atrapada en las cadenas invisibles de Demyan.
Y, sin embargo, esa ilusión no duró demasiado.
Al otro extremo del salón, la imponente figura de Demyan apareció. Sus ojos carmesí se clavaron directamente en ella, y aunque no dijo nada, su sola presencia bastó para que las conversaciones cercanas se apagaran. Caminó despacio, sin apartar la mirada de Aria.
Ella contuvo el aliento, esperando la reprimenda pública, pero él no la dio. Al verla tan relajada junto a Saura, solo inclinó la cabeza apenas, como un depredador que decide esperar el momento justo.
Dejó que terminara su comida y conversación. Solo cuando Aria se levantó, él la siguió con pasos firmes, hasta alcanzarla en un pasillo solitario.
La sujetó suavemente del brazo, pero su tono era hielo.
—Te ordené que fueras directo a tu habitación. ¿Es tan difícil obedecerme?
Aria lo enfrentó, alzando la barbilla.
—No soy tu prisionera, Demyan. Puedo estar bien aquí sin que me encierres como a un animal.
Él entrecerró los ojos, la tensión en su mandíbula era visible. Pero algo en la fuerza de sus palabras lo contuvo. Hubo un silencio denso, cargado de electricidad.
De pronto, en lugar de la reprimenda que ella esperaba, Demyan la atrajo bruscamente hacia sí. Sus labios rozaron los de ella con una intensidad inesperada, un beso que era tanto furia como deseo, una explosión reprimida demasiado tiempo.
Aria se quedó sin aliento, atrapada entre la rabia y el vértigo del momento. Cuando él se apartó, su voz fue un susurro grave:
—No tienes idea del poder que tienes sobre mí… y eso me enfurece más que tu desobediencia.