La oscuridad de la habitación parecía contenerlos, como si el universo entero se hubiera reducido a esas cuatro paredes, a ese instante donde ni siquiera los dioses podían entrometerse. El fuego de las velas temblaba con cada respiración, dibujando sombras danzantes en las paredes, como si incluso la penumbra reconociera la tormenta que ardía entre Demyan y Aria.
Él estaba frente a ella, demasiado cerca y demasiado lejos al mismo tiempo. Sus ojos la recorrían con la desesperación de un hombre al borde del abismo, como si Aria fuese la única cuerda que lo mantenía atado a la vida. Sus manos temblaban, pero no por debilidad, sino por la brutal fuerza de sentimientos que ya no podía contener.
—No sabes… —su voz se quebró, grave, ronca, cargada de emociones que jamás había permitido escapar—. No sabes lo que me haces, Aria.
Ella lo miraba con los labios entreabiertos, el corazón latiéndole con violencia en el pecho. Nunca había visto a Demyan así, desarmado, sin el peso de su impenetrable frialdad. Él respiró hondo, como si se obligara a arrancarse el alma con las palabras.
—Jamás… jamás había sentido nada. La maldición me lo prohibía. No había odio, no había dolor, ni angustia, ni siquiera amor. Yo era un cascarón, alguien sin alma, condenado a vagar vacío… —la tomó de los brazos, con un agarre tan fuerte como desesperado, y la acercó hasta que sus frentes se rozaron—. Pero tú… tú destruiste todo eso.
El aire entre ambos ardía. El pulso de Demyan latía frenético contra el de Aria, y sus ojos parecían suplicarle que no se apartara.
—Ahora siento todo —continuó él, susurrando como si fuese una confesión arrancada a golpes—. Odio, dolor, angustia, terror… y amor. Maldito amor. Porque me quema, me desarma, me vuelve débil y fuerte a la vez. Todo eso ha venido a mí, y estoy realmente jodido por eso… pero no lo cambiaría.
Su voz se quebró un instante, y Aria lo abrazó de golpe, hundiendo el rostro en su cuello. Sintió el temblor en sus manos cuando él la rodeó como si tuviera miedo de que se deshiciera en sus brazos.
—Eres mi decisión, Aria —susurró con la voz rota, acariciando su espalda como si fuese lo único que le daba sentido al mundo—. Es parte de lo que somos. Sentir… me ayuda a controlar. Y si debo sufrir por ello, prefiero enfrentarlo mil veces a volver a ser lo que era antes. Un monstruo vacío. Tú… tú me regresaste el alma.
Aria alzó el rostro, con los ojos llenos de lágrimas que brillaban como cristales. Lo miró con una devoción dolorosa, como si cada palabra de Demyan se hubiera grabado en lo más profundo de su corazón.
Él la sostuvo por el rostro, con los pulgares rozándole las mejillas húmedas, y sus labios se curvaron en un gesto roto, entre amor y desesperación.
—Eres mi universo, Aria. No sabes el temor y el miedo que tengo de perderte… no imaginas el infierno que sería para mí.
Ella no pudo resistirlo más. Lo besó. Un beso brutal, desesperado, donde las lágrimas se mezclaban con el calor de sus bocas. Fue un choque de almas, un grito silencioso de que se pertenecían más allá de cualquier maldición o destino.
Demyan la apretó contra él, pegándola a su pecho como si quisiera fundirla en su piel. Sus manos recorrieron su espalda, su cintura, subiendo a su cabello, con la intensidad de un hombre que teme que en cualquier momento la realidad se la arrebate.
—Te amo, Demyan —susurró Aria con la voz entrecortada, aún pegada a sus labios—. Eres todo para mí. Lo has sido siempre, incluso cuando no lo entendía. Pase lo que pase, siempre serás tú.
Él cerró los ojos con fuerza, tragando saliva como si esas palabras lo destrozaran y lo reconstruyeran a la vez.
—Aria… —su voz se quebró—. Yo también te amo. No importa lo que venga, no importa la brutalidad del destino. Te amo.
Los labios volvieron a encontrarse, más intensos, más desesperados. El cuerpo de Demyan temblaba contra el de ella, no de debilidad, sino de la fuerza contenida de un amor que lo estaba desgarrando. La levantó entre sus brazos y la estrechó contra sí, besándola como si el tiempo fuera a extinguirse.
El caos de sentimientos era absoluto: dolor, miedo, ternura, desesperación, deseo. Todo lo que Demyan había reprimido durante siglos se desbordaba ahora en un solo instante, en cada caricia torpe y brutal, en cada palabra que escapaba entre besos.
Finalmente, cuando el silencio los envolvió otra vez, Demyan apoyó su frente contra la de ella, respirando con dificultad. Sus ojos, cargados de una tristeza insondable, la miraron como si ya estuviera perdiéndola.
—Dentro de dos días… —su voz era apenas un murmullo— partiremos al reino angelical.
El dolor en sus ojos era tan grande que Aria sintió que se le desgarraba el alma.
Él la abrazó una vez más, con la fuerza de alguien que sabe que todo lo hermoso está a punto de romperse, y murmuró contra su oído:
—Pase lo que pase, el amor que sentimos nos recordará que estamos vivos.
Y entonces la oscuridad se cerró sobre ellos, testigo silenciosa de un amor tan inmenso como desgarrador.