El aire estaba impregnado de tensión cuando las órdenes finales fueron dadas. Cada soldado sabía lo que estaba en juego, cada movimiento era vital. Demyan se mantenía firme, su mirada oscura y penetrante recorría a los suyos mientras se preparaban para lo inevitable.
La señal fue dada.
Uno a uno, los guerreros comenzaron a abrir portales de magia, cada uno reflejando la esencia de su poder: llamas azules, destellos metálicos, sombras que parecían tragarse a sí mismas. El cielo se llenó de grietas luminosas que palpitaban como arterias vivas, conectando un mundo con otro.
Aria se acercó a Demyan, su respiración contenida. Había visto aquel proceso antes, pero esta vez era distinto. Sentía que algo definitivo estaba por comenzar.
Demyan extendió la mano hacia ella sin vacilar.
—Conmigo, siempre. —Su voz fue grave, cargada de una promesa irrompible.
Ella entrelazó sus dedos con los suyos, y en el mismo instante en que la magia de él la envolvió, el suelo desapareció bajo sus pies. Todo se convirtió en una vorágine de sombras y luz. El poder de Demyan la protegía, oscuro pero cálido, como una armadura intangible que la mantenía a salvo del caos que los rodeaba.
Cuando los portales se cerraron detrás de ellos, emergieron en un territorio que parecía haber sido arrancado de los dioses mismos.
Un desierto blanco se extendía hasta donde alcanzaba la vista, no árido ni muerto, sino cegador y puro. La arena no era arena, sino polvo brillante que reflejaba los rayos de un sol dorado que no quemaba, sino que se derramaba como líquido sobre todo lo que tocaba. Columnas caídas de mármol y ruinas doradas emergían de entre la blancura, restos de lo que alguna vez debió ser un reino celestial. El aire vibraba, cargado de una energía antigua que erizaba la piel y hacía retumbar el corazón.
Los soldados ya habían comenzado a levantar el campamento. Carpas de tela mágica se desplegaban solas al ser tocadas por runas en el suelo, formando estructuras blancas y negras que brillaban con un resplandor etéreo. Cada una estaba protegida por escudos arcanos que pulsaban como corazones luminosos. Torres de vigilancia flotaban en el aire, sostenidas por cadenas de energía, y soldados alados recorrían los perímetros con armas que relucían como fragmentos de estrellas.
Un capitán se acercó a Demyan y le entregó un pergamino mágico. El mapa flotó frente a ellos, proyectando en el aire un trazado tridimensional del terreno: las ruinas principales al norte, una grieta de luz infinita al este y, más allá, una estructura colapsada que todavía irradiaba un fulgor angelical.
—Señor, nos alineamos en tres sectores —explicó el capitán, con voz firme—. El primero asegurará los perímetros con escudos mágicos; el segundo, los pasajes entre las ruinas; y el tercero permanecerá en el corazón del campamento, listos para responder ante cualquier ataque.
Aria observaba en silencio, maravillada. El lugar era majestuoso y aterrador al mismo tiempo, como si cada grano de polvo guardara secretos de un pasado glorioso y cruel. Su pecho se apretó con un presentimiento inexplicable: aquel desierto no estaba vacío, respiraba, los observaba.
Demyan, con el ceño fruncido, pasó el dedo por las líneas del mapa, analizando cada punto.
—Mantengan los ojos abiertos. Este lugar… no perdona a los ingenuos. —Su voz sonó como un presagio.
Entonces, mientras los soldados terminaban de alinear el campamento y los destellos mágicos iluminaban la blancura infinita, el silencio se rompió con un rugido lejano que retumbó como un trueno enterrado bajo la tierra.
El Reino Angelical, aunque en ruinas, les estaba dando la bienvenida.