El Llamado de la Sangre
El amanecer los encontró marchando hacia el centro del reino angelical. El aire estaba impregnado de una energía nueva, vibrante, distinta, como si todo el desierto blanco y dorado hubiese despertado con ellos.
Los soldados caminaban firmes, pero no podían dejar de voltear a observar a su Dios. Demyan avanzaba con la misma solemnidad de siempre, pero algo lo rodeaba… una calma luminosa que jamás antes habían visto en él. A su lado, Aria irradiaba una paz serena, y al mismo tiempo una fuerza que ninguno podía explicar.
El murmullo corría entre filas:
—Nuestro señor… ama.
—Mírenlos… como si fueran uno solo.
—¿Cómo puede un dios temerario y frío mirar así a alguien?
Y era cierto. Los ojos de Demyan no se apartaban de ella. Sus dedos rozaban sutilmente la mano de Aria a cada paso, un gesto que parecía pequeño, pero que contenía la magnitud de un amor que desbordaba todo límite. Ella, por su parte, le devolvía sonrisas tan suaves que parecían sostenerlo en un mundo que siempre había sido solo oscuridad.
Aria avanzaba maravillada por el paisaje. Los restos del reino celestial se extendían a los costados del camino: columnas caídas, estatuas partidas, murales desvanecidos por el tiempo. Y sin embargo, cuanto más se acercaba, más fuerte sentía ese llamado en su interior, como si cada piedra recordara su sangre y la reclamara.
Sus dedos temblaban. Cada ruina parecía latir junto a su propio corazón. Y entonces, al dar el último paso hacia el centro del reino… sucedió.
El suelo tembló suavemente, como si despertara de un letargo milenario. Las ruinas, grises y muertas, comenzaron a brillar con destellos dorados. Las grietas de las columnas se cerraron. Las estatuas recompusieron sus rostros. Los murales volvieron a pintarse solos, con colores que ningún mortal podría crear.
Todo aquello que había sido polvo y abandono renacía en segundos. El centro se unía, pieza a pieza, hasta recuperar la majestuosa gloria del pasado.
Los soldados cayeron de rodillas, incapaces de comprender.
—¡Un milagro!
—¡La sangre angelical!
—¡La heredera lo ha hecho!
Aria, con el pecho agitado, miraba a su alrededor con los ojos abiertos de par en par. La magnificencia la envolvía, pero un escalofrío le recorrió la piel. Esa escena… esas murallas doradas, esos edificios resplandecientes… eran exactamente los mismos que había visto en su visión.
Solo que entonces, ella estaba atada, y la Diosa de la Guerra estaba en el centro de todo, en medio del ritual de resurrección de Hope.
El contraste la estremeció. ¿Era esto una advertencia? ¿Una confirmación de que el destino avanzaba implacable hacia aquel instante?
Demyan, que la observaba con atención, se inclinó hacia ella.
—Aria… —susurró, con voz grave y casi quebrada—. ¿Qué ocurre? ¿Qué has visto?
Ella lo miró fijamente. En sus ojos ardía la duda, el miedo y el amor que luchaban dentro de su pecho. No podía decirle nada aún… no podía quebrar ese momento con la verdad que pesaba sobre sus sueños.
Así que sonrió. Una sonrisa suave, quebradiza, pero también mágica.
—Es tan… mágico —respondió, apenas en un murmullo.
Demyan la contempló con intensidad, como si intentara leer cada sombra en sus pensamientos. Pero finalmente, acarició su mejilla con un gesto delicado y firme.
—Si es mágico, entonces es tuyo, mi amor. Todo esto responde a ti.
Aria bajó la mirada, sintiendo cómo su corazón ardía y temblaba al mismo tiempo. El destino estaba sellado, y aunque intentaba negarlo, sabía que esas visiones no eran meras ilusiones.
El lugar central del reino angelical había despertado… pero también había marcado el inicio del camino hacia la profecía.