El campamento estaba aún envuelto en penumbras, cuando el sueño se apoderó de Aria como un golpe súbito.
El mundo onírico se abrió en un torbellino de fuego y sombras. Ante sus ojos, Demyan se retorcía de dolor, rodeado por una marea oscura que se aferraba a su cuerpo como cadenas vivientes. Sus ojos, antes cargados de un fulgor divino, ardían en un rojo demoníaco descontrolado. Rugía, desgarrado por un poder que no era suyo, mientras su piel parecía fracturarse bajo la presión de la magia demoniaca que lo consumía.
—¡Demyan! —gritó Aria, corriendo hacia él, pero sus pies se hundían en un fango de sangre que no la dejaba avanzar.
Una figura luminosa emergió entonces. Su padre, envuelto en un resplandor dorado, la observó con solemnidad.
—Esto es lo que ocurrirá si la magia antigua lo consume, hija mía —su voz era grave, con ecos que quebraban el aire—. Demyan será devorado desde dentro, su espíritu se perderá y el demonio reinará en su cuerpo.
Aria lloraba desesperada, viendo a Demyan caer de rodillas, golpeando el suelo con tal fuerza que el mundo onírico se partía en grietas.
—¡No! ¡No lo permitiré!
El padre extendió la mano, como si quisiera detener su angustia.
—La única que puede salvarlo eres tú. No temas, sabrás cuándo será el momento de florecer. No te angusties, siempre estaremos a tu lado, incluso en las sombras.
La visión explotó en un rugido, y Aria despertó bruscamente, con lágrimas corriendo por su rostro, jadeando como si hubiera corrido millas.
La noche seguía cubriendo el campamento, y solo el resplandor tenue de las hogueras mantenía la penumbra a raya. Buscando aire, salió de su tienda y caminó hacia la colina donde alguien vigilaba.
Allí, erguida como una estatua viviente, estaba la diosa de la guerra, su armadura reflejando la escasa luz de la luna, sus ojos vigilantes, fríos, insondables.
Aria dudó, su cuerpo temblaba, pero aun así se obligó a acercarse.
—No puedes dormir —dijo la diosa sin voltear, como si hubiera sentido su presencia desde siempre.
Aria tragó saliva, y se armó de valor.
—Soñé… soñé con él. Con lo que puede pasarle.
Por primera vez, la diosa volteó a mirarla. No había dureza en su expresión, sino un interés frío, un escrutinio peligroso.
—Hablas de Demyan.
Aria asintió. Dio un paso al frente, y con la voz rota pero decidida, confesó:
—Lo amo. No me importa que sea tu hermano, ni que sea el dios de los reinos. Lo único que quiero es salvarlo, aunque tenga que entregar mi vida en el proceso.
La diosa arqueó una ceja, y su tono fue tan cortante como el filo de su espada.
—Al inicio no eras de mi agrado. Sobre todo cuando descubrí el vínculo que lo ata a ti. Un lazo extraño, peligroso… casi inaceptable.
Aria bajó la mirada, pero no retrocedió.
—Lo sé. Yo tampoco lo entendía… ni lo aceptaba.
La diosa respiró hondo, su voz sonó más áspera, cargada de una ira vieja.
—Demyan es un arma, ¿lo comprendes? Nuestra sangre nunca nos permitió otra cosa. En nuestro reino no hay amor ni ternura. Solo control y obediencia. Mi hermano fue moldeado para ser una máquina de guerra, un dios implacable que no sintiera nada… porque sentir lo destruye.
Las manos de Aria temblaban, pero no retrocedió.
—Él me lo dijo. Me confesó tu papel en su maldición. Y, aun así, no lo culpó. ¿Sabes? Él… nunca me había mirado como lo hace ahora. Es como si, por primera vez, estuviera vivo.
Hubo un silencio tenso. La diosa entrecerró los ojos, su semblante una mezcla de furia contenida y vulnerabilidad que nadie más podría haber visto.
—No tienes idea de lo que ha sufrido. Ni de cuánto lo he visto romperse en silencio. ¿Crees que quiero que termine destruido por la magia que lo corroe? —su voz se quebró, y por un instante pareció más humana—. No.
Aria dio un paso más cerca, casi en un susurro desesperado:
—Por eso… pase lo que pase, Demyan tiene que vivir. Aunque yo tenga que ser quien cargue con todo lo demás.
La diosa de la guerra la observó fijamente, con un fuego extraño en los ojos. Y entonces, por primera vez, bajó la guardia y dijo:
—Entonces que así sea. Que viva… aunque tengamos que arrasar el mundo para lograrlo.
Aria respiró temblorosa, y antes de que pudiera responder, la diosa apartó la vista, retomando su pose rígida de guardiana. Comprendió que la conversación había terminado.
Con pasos lentos, Aria se alejó en silencio, con el corazón golpeando en su pecho. Pero su mente ardía con una certeza: el destino de Demyan estaba en sus manos, y nada, ni siquiera la diosa de la guerra, podría detenerla cuando llegara ese momento.