La oscuridad era absoluta en aquel templo olvidado, roto por los siglos y sellado por maldiciones antiguas. En el centro, cadenas forjadas con fuego celestial y hierro infernal mantenían a la Diosa de la Guerra sometida, cada eslabón ardiendo contra su piel como brasas eternas.
Su respiración era áspera, forzada, pero sus ojos ardían con rabia.
—Hope… —escupió con voz quebrada—. Jamás… tendrás lo que buscas.
Hope la contempló con una sonrisa torcida, sus pupilas encendidas por un fulgor enfermizo. Sus manos temblaban, no por debilidad, sino por el exceso de poder que recorría su cuerpo: un poder antiguo, caótico, prohibido que lo consumía desde dentro, devorando su cordura.
—¿Lo que busco? —rió, pero su risa sonaba rota, desesperada—. He esperado siglos… milenios enteros… Solo para este día. El universo me ha negado a mi amada una y otra vez, y yo… yo destruiré los reinos, los equilibrios angelicales, todo lo que los dioses han levantado, si eso significa que volverá conmigo.
La diosa se retorció, intentando liberar sus brazos encadenados. El metal sagrado se iluminó, profundizando el dolor hasta el extremo de arrancarle un grito desgarrador. Su energía espiritual se consumía como cenizas en el viento cada vez que luchaba.
Hope no se inmutó. Al contrario, dio un paso más cerca, con los ojos fijos en ella, como si en su sufrimiento encontrara un éxtasis perturbador.
—Cada vez que resistes… las cadenas beben más de ti. No entiendes, ¿verdad? No eres más que el recipiente perfecto. Una vez que extraiga tu poder celestial, ella regresará.
El eco de su voz tembló con locura.
—Mi amada caminará otra vez en este mundo… en tu cuerpo, en tu fuerza, en tu divinidad. ¡Nada me detendrá!
El aire se tornó pesado, viciado por el poder antiguo que lo rodeaba. Las paredes del templo temblaban como si fueran a derrumbarse.
Hope se inclinó, con la mirada vidriosa y febril, como un devoto ante un altar.
—Todo estaba escrito… El ataque al campamento, el caos en los reinos, la pérdida de control del rey… cada pieza fue movida por mí. Yo preparé el escenario para su regreso.
La diosa lo miró con furia y dolor, sus labios ensangrentados por la fuerza con que se mordía.
—Eres un demente…
—No —rió él, con un tono que rozaba el llanto—. Soy un hombre enamorado. Y un hombre enamorado no teme al infierno.
Las cadenas vibraron con otro intento de liberación, y la diosa gritó, un sonido tan agudo y desgarrador que atravesó la realidad misma.
A kilómetros de distancia, en la mansión donde descansaba, Aria despertó sobresaltada, un sudor frío recorriéndole la piel. Llevó la mano a su pecho, jadeando, con la sensación de que alguien acababa de arrancarle el alma.
Y entonces lo escuchó.
Un grito ahogado, no suyo, sino dentro de ella. Un lamento tan profundo, tan quebrado, que desgarró su interior como cuchillas invisibles. Aria cerró los ojos, temblando, y lo comprendió con un terror helado:
—Ese grito… es de ella… de la Diosa de la Guerra… —susurró, sabiendo que lo que estaba ocurriendo era solo el principio de algo mucho más oscuro.