La mañana había despertado con un aire denso, como si el mundo entero presintiera lo que estaba por ocurrir. El campamento se agitaba con el estruendo de botas, armas y voces de soldados listos para entrar en combate.
Demyan, imponente como siempre, aunque todavía con rastros de dolor en su cuerpo, se erguía en el centro. Su mirada helada no dejaba espacio a la duda ni al temor. Sus órdenes retumbaban con fuerza:
—Quiero disciplina absoluta. Nadie retrocede, nadie baja la guardia. Vamos a traer a mi hermana de vuelta, y aquel que intente interponerse… caerá.
Decenas de soldados de la luz y de la oscuridad se reunieron, respondiendo al llamado del rey de los mundos. Entre ellos apareció Leona, su cabello blanco como la luna, su porte elegante y su fuerza. Su sola presencia inspiraba confianza.
Demyan la llamó frente a todos.
—Leona, tú no marcharás conmigo. Tu deber es otro. —Se giró hacia Aria, quien observaba en silencio, con el corazón destrozado—. Te quedarás a su lado. No la dejarás sola, ni por un segundo. Y si alguien intenta acercarse, lo destruyes.
Leona inclinó la cabeza solemnemente.
—Lo juro, mi rey. Nadie tocará a Aria mientras yo respire.
Aria lo escuchaba todo, pero su interior ardía. No podía decir nada, solo asentir y dejar que las lágrimas quedaran escondidas detrás de sus ojos cristalinos. No soportaba ver a Demyan partir, aunque sabía que debía hacerlo.
Antes de marcharse, Demyan la miró una vez más. El amor y la preocupación se mezclaban con el hierro de su deber.
—Me diste una fuerza que jamás imaginé, Aria. Lo siento aquí… —se tocó el pecho con la mano, firme—. No me detendrán. Voy a traerla de vuelta.
Y sin más, dio la orden de avanzar. Los portales se abrieron con un rugido de energía, y el ejército marchó tras él.
Aria se quedó de pie, con Leona a su lado, viendo cómo se alejaba la figura del hombre que amaba. Su interior se quebraba en silencio, pero en sus pensamientos solo había una certeza: ella misma detendría todo aquello, sin importar el costo.
Cuando Demyan y sus hombres cruzaron al centro del reino angelical, el aire cambió. Era espeso, irrespirable. La luz del lugar estaba teñida de un rojo enfermizo. Y entonces lo escuchó.
Un grito. Un lamento.
—¡Es mi hermana! —gruñó Demyan, con furia contenida—. ¡Abran paso!
El ejército avanzó, pero no estaban solos. Cientos de sombras aguardaban. No eran simples espectros: estas criaturas parecían hechas de odio puro, con ojos rojos que ardían como brasas y cuerpos deformados que se retorcían con ansias de matar.
El choque fue brutal.
El primero en lanzarse fue un soldado de la oscuridad, arrancando de cuajo a una sombra que intentaba atrapar a los de atrás. La esencia oscura salpicó como lluvia maldita. La línea del frente resistió apenas unos segundos antes de que la ola de monstruos cayera sobre ellos.
Demyan rugió, desatando su poder. Sus alas negras y plateadas se desplegaron con violencia, y una llamarada oscura lo envolvió como armadura. Cada golpe de su espada cortaba a decenas, cada estallido de energía era un huracán que arrasaba con todo a su paso.
—¡No se detengan! ¡Avancen! —tronó su voz, imponiéndose incluso sobre los alaridos de guerra.
Los soldados de la luz respondieron, liberando rayos dorados que iluminaban la penumbra, atravesando las sombras que chillaban al ser quemadas. Los de la oscuridad desataron llamas azules, cadenas infernales y golpes brutales que hacían temblar la tierra. La batalla se volvió un caos salvaje.
El grito de la diosa de la guerra volvió a escucharse, esta vez más cercano, más desgarrador. Demyan sintió que el corazón le ardía. Su hermana estaba sufriendo. Y no había nada que pudiera detenerlo.
Con un rugido, se lanzó al frente, aplastando a todo aquel que osara interponerse. La sangre y las sombras lo cubrían, pero cada herida que recibía era devuelta con el doble de furia. Había dolor en su cuerpo, sí, pero también una fuerza nueva, extraña, casi divina… Aria. Ella lo había curado, ella lo había fortalecido.
La batalla estaba enloquecida, sin control, como si el reino entero ardiera. Y entre ese caos, en un rincón del campo, Leona observaba en silencio. Su espada aún limpia, sus ojos fríos. Nadie se percataba, pero en su sonrisa escondida brillaba un secreto: ella no era la aliada que todos creían… era parte del plan de Hope.
El verdadero golpe aún no había caído.