Aria no lograba mantenerse tranquila. Caminaba de un lado a otro en su tienda, con el corazón oprimiéndole el pecho. El sonido lejano de la batalla llegaba como ecos que se clavaban en sus entrañas, recordándole que Demyan estaba allá afuera enfrentándose a todo y a todos.
—Aria… —la voz suave de Leona irrumpió en su tormento—. Tranquila, él es el rey de los reinos. Es el más fuerte. Siempre vence.
Aria se giró hacia ella con lágrimas brillando en sus ojos. Negó con la cabeza, con los labios temblorosos.
—No entiendes… pase lo que pase, a mí siempre me va a afectar lo que le suceda a Demyan. No puedo separarme de él, no puedo dejar de sentir que… si algo le ocurre, yo también me rompo.
Leona avanzó hacia ella con una sonrisa casi maternal, llevando en sus manos una taza humeante.
—Por eso mismo, necesitas calmarte. Bebe este té, te ayudará a relajar los nervios, a despejar la mente. No puedes perderte en la desesperación.
Aria retrocedió un paso, mirando el líquido con desconfianza.
—No… gracias, no quiero nada.
Pero Leona insistió, acercándosela con dulzura en la voz pero firmeza en el gesto.
—Vamos, Aria. Hazlo por Demyan. Si él regresa y te encuentra en este estado, se preocupará aún más.
El argumento golpeó directo en el corazón de Aria. Sus manos temblaron cuando tomó la taza. Bebió un sorbo, luego otro, hasta terminarla, intentando convencerse de que tal vez sí la ayudaría a calmarse.
Continuaron hablando, pero con cada palabra que salía de su boca, Aria empezó a sentirse extraña. Un mareo se apoderó de su mente, su visión comenzó a nublarse. Movió la cabeza intentando reaccionar, pero sus párpados pesaban como plomo.
—¿Qué… me… diste…? —murmuró, tambaleándose.
Leona sostuvo su cuerpo antes de que cayera al suelo. La sonrisa en su rostro se transformó en algo sombrío, sin el más mínimo rastro de bondad.
—Esto es el final, Aria. No te resistas… es por tu bien. —Su voz se volvió un susurro venenoso en su oído—. Tú ayudarás a que todo se lleve a cabo.
El cuerpo de Aria perdió toda fuerza. Desmayada, fue levantada fácilmente por los brazos de Leona, quien con un gesto rápido abrió un portal oscuro que se extendió como un abismo en medio de la tienda.
Al cruzarlo, la escena cambió abruptamente: un lugar cargado de energía oscura, paredes etéreas que parecían gritar de dolor, y al fondo, cadenas de fuego contenían a la diosa de la guerra.
Hope los esperaba. Sus ojos brillaban con una mezcla de demencia y devoción. Cuando vio a Aria inconsciente en brazos de Leona, dio un paso al frente como si contemplara la aparición de un milagro.
—Gracias… —susurró, acercándose con una sonrisa enfermiza—. Gracias, diosa angelical… por este hermoso sacrificio.
Tomó a Aria de los brazos de Leona con una reverencia, como quien sostiene un tesoro. La acarició con un gesto que rozaba la locura, repitiendo una y otra vez:
—Eres la clave… la perfección… lo que hará que todo se cumpla.
La diosa de la guerra, herida y quebrada por el tormento, abrió los ojos con horror al verla
—¡No! ¡Aria, no! —su voz desgarró el aire con impotencia—. ¡Lárgate de aquí, maldito! ¡No te atrevas a tocarla!
Hope la ignoró, sosteniendo la espada que emanaba un brillo siniestro. El filo parecía latir con un hambre insaciable, una sed ancestral.
Alzó la hoja frente a Aria, con una sonrisa triunfante.
—Hoy, tu sangre sagrada dará comienzo al nuevo amanecer… —murmuró, con la mirada fija en ella—. La diosa angelical al fin cumplirá su destino.
Y mientras su risa resonaba, la diosa de la guerra rompía en un pánico absoluto: porque Aria, su única esperanza, había caído en la trampa, entregada directamente al corazón del monstruo que juraba destruirlo todo.