El estruendo de acero contra acero y el rugido de las criaturas de sombra retumbaban en el aire. El campo de batalla estaba teñido de gritos y destellos de luz y oscuridad entrelazados. Demyan, con su espada bañada en la energía oscura que lo rodeaba como un rey nacido de la guerra, encabezaba a sus hombres sin dar un solo paso atrás.
Las sombras parecían infinitas, como si se regeneraran con cada una que caía, y aun así, ninguno de sus soldados retrocedía. El poder de la oscuridad y de la luz unidos bajo su mando arrasaba con los enemigos, pero algo comenzó a perturbarlo.
Un ardor insoportable quemó su muñeca. Bajó la vista apenas unos segundos en medio del combate, y allí lo vio: las marcas de su piel ardían como brasas vivas, un tatuaje invisible hasta ahora se grababa en carne propia. No era su dolor. Era el de Aria.
Un rugido de rabia salió de su pecho, su espada atravesó a tres sombras en un solo movimiento. El deseo de dar media vuelta, de correr al campamento, de arrancar de las garras del destino a su mujer lo consumía, pero su deber lo mantenía allí. Era el rey, y sus hombres necesitaban su liderazgo.
Iba a dar la orden a su más leal súbdito para que regresara a protegerla cuando, a lo lejos, un estallido lo detuvo.
El cielo se abrió en una explosión de luz pura, tan cegadora y poderosa que los soldados, enemigos y aliados, quedaron en silencio durante un instante. El poder era inconfundible. Aria.
Su corazón se quebró en una mezcla de alivio y terror. Maldijo en voz baja una y otra vez. —¿Qué haces ahí, Aria?—. Sabía que la estaban usando, sabía que Hope había logrado arrastrarla, y el pánico lo llenó de furia.
—¡Avancen! —rugió, con una voz que hizo temblar a sus hombres—. ¡No nos detendremos hasta llegar a ese lugar!
La furia lo hizo más fuerte, cada golpe de su espada se convirtió en una sentencia de muerte para las sombras.
Mientras tanto, en el corazón del templo caído donde Hope aguardaba, Aria luchaba contra la agonía de las cadenas que quemaban su carne. Sus muñecas estaban marcadas por la presión, pero su mirada ardía con una fuerza indomable. El té envenenado de Leona aún la hacía sentir débil, pero algo dentro de ella no dejaba de gritarle que no se rindiera.
Hope la observaba con fascinación. —Eres todo lo que soñé. La diosa angelical, destinada a este momento. No escaparás de lo que eres.
Las cadenas brillaban al contacto con la luz que empezaba a surgir de su interior. Sus lágrimas caían, pero cada una brillaba como fuego líquido. Se obligó a respirar, a calmarse, a dejar que esa voz interior la guiara. Y entonces, su cuerpo explotó en un resplandor que sacudió los cimientos del lugar.
La luz no solo destrozó las cadenas que la ataban, sino que también debilitó las que aprisionaban a la Diosa de la Guerra. Un grito de esperanza brotó de la diosa, pero también el terror en Hope se transformó en éxtasis.
—¡Sí! ¡Eso es! ¡Muéstrame tu poder, Aria! —clamó, como un fanático ante la gloria.
La Diosa de la Guerra cayó de rodillas, respirando con dificultad pero libre. —Aria… detente… él lo está deseando… —su voz tembló entre súplica y advertencia.
Aria, exhausta, apenas se sostenía. Su luz comenzaba a apagarse, el veneno y el desgaste drenaban su ser. Pero en lo más profundo, el vínculo con Demyan vibraba con fuerza, un eco distante que la llamaba, un rugido que atravesaba la guerra y las sombras para alcanzarla.
Y Demyan, al sentirlo, supo que ya no podía esperar más. Aunque el caos reinaba, aunque las sombras seguían multiplicándose, su único objetivo era llegar hasta ella.
El caos estaba desatado. La guerra había comenzado.