La noche de Halloween se extendió como un manto oscuro sobre Ravenswood. Las sombras se alargaban entre los árboles mientras caminaba hacia el claro donde había encontrado el altar. La brisa era helada y un leve escalofrío recorría mi espalda, como si el bosque mismo me estuviera alertando. Pero había algo más en el aire: una vibra de emoción que me llenaba de ganas de seguir adelante.
La luna, llena y brillante, iluminaba el camino, creando un sendero de luz que me guiaba. En el fondo de mi mente, recordaba las advertencias del anciano: el ritual podría requerir un sacrificio, algo de mí misma. Pero, en ese momento, todo lo que podía pensar era en la conexión con Frederick y en la posibilidad de liberarlo. Estaba lista para enfrentar el desafío.
Al llegar al claro, me detuve en seco. El altar parecía resplandecer bajo la luz de la luna, como si hubiera estado esperando mi llegada. Con el corazón latiendo con fuerza, coloqué la flor de luna en el centro, a su lado el relicario y, finalmente, la vela negra. La combinación de los tres objetos se sentía poderosa, y un cosquilleo recorrió mis manos mientras los tocaba.
Tomé un profundo aliento y encendí la vela. La llama danzó en el aire, proyectando sombras que parecían moverse como si estuvieran vivas. Me senté en el suelo, cerrando los ojos y tratando de calmar la tormenta de emociones que se agolpaba dentro de mí. Era el momento de invocar a Frederick.
—Frederick —dije en voz baja, y mi voz pareció ocasionar eco en el silencio del bosque. —He venido a buscarte. Estoy aquí para ayudarte a encontrar la paz.
El viento sopló suavemente, y sentí que el ambiente a mi alrededor se transformaba. Abrí los ojos y vi que la luz de la vela se intensificaba, proyectando una sombra en el suelo que parecía cobrar forma. Mi corazón se detuvo un instante. ¿Sería él?
—Tú… —la voz de Frederick resonó, suave y armoniosa, como una melodía familiar—. Estás aquí.
Miré a mi costado, sintiendo su presencia.
—Sí, estoy aquí. He traído lo que necesitas. Vamos a realizar el ritual.
Y allí estaba él, no como un fantasma aterrador, sino como el joven que había conocido estos días: apuesto y sereno, con una luz en sus ojos que desafiaba la oscuridad. A medida que su figura se hacía más clara, la conexión entre nosotros aumentó, y experimenté un amor que iba más allá de las limitaciones del tiempo y el espacio.
Tomó mi rostro entre sus manos. Su piel, sorprendentemente cálida, contrastaba con la frialdad del entorno. Era una creación única, cuya belleza parecía estar hecha de luz y sueños. Entonces, unió sus labios con los míos, y ese beso… nunca antes había experimentado algo así. Fue un momento que robó mi aliento, un instante donde el mundo se desvaneció, y solo existimos él y yo, fundidos en una conexión que superaba toda lógica.
—Gracias por venir, —dijo él, con su voz profunda y abrasadora, tanto como el resplandor de una fogata en la oscuridad. Sus ojos brillaban con una luz que iluminaba la penumbra que nos rodeaba. —Después de esto, estaremos juntos para toda la eternidad.
Sus palabras hicieron eco en mi interior, un eco que parecía sacudir los cimientos de mi ser. La sinceridad en su voz me hizo sentir como si el resto del mundo se desvaneciera. Había una promesa en su declaración, una certeza que me envolvía en un cálido abrazo.
—Estoy lista —respondí, aún con nervios. Sin embargo, no podía permitir que el miedo me detuviera. —Te liberarás de este lugar.
—La flor de luna es la clave —dijo, señalando la delicada planta en el altar. —Debes entregarle el poder de tu esencia, tu amor por mí. Solo entonces podré romper las cadenas que me atan.
El aire se tornó más pesado, y una sensación de vértigo me invadió. No sabía lo que eso significaba, pero la decisión estaba tomada. La vida que había tenido sin él palidecía en comparación con la promesa de lo que podríamos ser juntos.
Cuando me acerqué a la flor, un susurro ininteligible de una mujer me sorprendió y me hizo retroceder, el sonido de sus palabras golpearon en mi mente de manera distante y perturbadora.
—¿Qué pasa, Emily? —preguntó Frederick, con una nota de inquietud en su voz. —¿Te estás arrepintiendo?
Al girarme para mirarlo, noté que su rostro había adquirido un matiz más oscuro, como si una neblina negra comenzara a envolverlo. Fruncí el ceño, sintiendo una punzada de preocupación. Parecía darse cuenta de mi extrañeza, porque su sonrisa, aquella que siempre me había hecho sentir segura, apareció de nuevo. De repente, la sombra se disipó, y su semblante volvió a ser el que recordaba.
—Sé que tienes miedo, —continuó, con un dejo de urgencia—. Lo entiendo, pero el amor que sientes por mí es inigualable. Nunca volverás a experimentar algo así.
Sentí la prisa en sus palabras, como si estuviera intentando apresurar el momento para liberar su alma. Comprendía su desesperación, esa necesidad de romper las cadenas que lo mantenían cautivo. Sin embargo, el susurro que había escuchado se aferraba a mi mente, llenándome de una angustia que no podía ignorar.
Antes, había estado cegada por la esperanza y el amor, pero ahora, una sombra de duda comenzaba a surgir. ¿Por qué me sentía así? ¿Por qué, en un momento tan decisivo, cuestionaba lo que antes parecía tan claro? La flor, brillante y tentadora, se alzaba frente a mí, pero esa voz femenina estaba dentro de mí como un recordatorio de que había más en juego de lo que podía imaginar.