Elías llegó al pueblo a media mañana en tren. El cielo estaba gris y el aire olía a mar y tierra húmeda. Lo esperaba Don Mateo, un miembro del ayuntamiento que se encargaría de recibirlo y acompañarlo hasta su alojamiento. Él había sido contratado especialmente para reparar el reloj de la torre del ayuntamiento.
Don Mateo lo condujo en auto hasta la pequeña posada cercana al puerto, donde Elías dejó sus cosas antes de salir a recorrer el pueblo. Mientras caminaba, observó cafés con mesas en la acera, tiendas con escaparates antiguos y callejones empedrados donde la humedad impregnaba el aire con aroma terroso. Pasó frente a la iglesia con su torre prominente y frente al mercado, donde los vendedores acomodaban frutas y flores bajo los toldos.
Fue entonces cuando la librería llamó su atención. La fachada acogedora y los ventanales altos lo invitaron a entrar.
Apenas cruzó la puerta, fue recibido por Lucía, la encargada de la librería, que levantó la vista de su trabajo en el mostrador, le dedicó una sonrisa cálida y dijo suavemente:
—Buenos días. ¿Buscas algo en especial?
Él la miró, y después de un instante respondió:
—Tal vez sí… aunque no estoy seguro de qué.
Lucía asintió con un gesto amable:
—A veces los libros encuentran a quienes los necesitan.
Elías recorrió los estantes, dejando que sus dedos se deslizaran por lomos de libros viejos y modernos. Pronto, un volumen llamó su atención: un libro de leyendas locales, con tapas gastadas y letras doradas. Lo hojeó con cuidado y, después de unos minutos, se acercó al mostrador con el libro en las manos.
—Este libro… —dijo, señalando una ilustración—. Habla de la Noche de las Almas y de antiguos rituales que se hacían en el puerto. ¿Conocen estas historias?
Lucía levantó la vista, manteniéndose detrás del mostrador:
—Sí… muchas de esas leyendas vienen de aquí mismo. Algunas son exageradas, otras… quizá algo ciertas. —Sonrió ligeramente—. La gente dice que, en ciertas noches, los fantasmas vuelven a caminar entre nosotros.
—¿De verdad? —preguntó él, apoyando los codos sobre el mostrador y bajando la voz, fascinado por la mezcla de misterio y serenidad en su tono—. No sé si creer en fantasmas… pero la manera en que lo cuentas hace que quiera intentarlo.
Lucía rio suavemente:
—Eso pasa con los libros… te hacen vivir lo que cuentan, aunque sea por un instante.
Elías abrió un poco más el libro y hojeó otra página:
—Me gustaría aprender más. No solo sobre las historias, sino sobre el pueblo y sus secretos.
Lucía lo miró con curiosidad, y su sonrisa se volvió un poco más cálida:
—Entonces tendrás que volver. Cada libro guarda un secreto, y algunos solo se revelan a quienes prestan atención.
Él asintió, decidió comprar el libro y leerlo en sus ratos de descanso, mientras la lluvia comenzaba a golpear suavemente los ventanales de la librería. Se asomó a la ventana para ver la lluvia empapando las calles del pueblo.
—Parece que no podré salir todavía —dijo, con diversión.
Lucía, sin moverse demasiado de su mostrador, sonrió con suavidad:
—La lluvia tiene una manera curiosa de hacer que el tiempo se detenga… y de dar lugar a nuevas historias.
El sol de la mañana se colaba a través de las cortinas de su habitación, iluminando débilmente la estancia. Elías abrió los ojos con un ligero sobresalto, sintiendo aún el eco de un sueño que no lograba recordar, un sueño fragmentado que lo llenaba de una inquietud sutil y persistente. Se incorporó en la cama, pasando la mano por el rostro mientras trataba de atrapar algún fragmento que le diera sentido, pero todo se desvanecía como humo entre los dedos.
Se levantó y caminó hacia la ventana. Afuera, el pueblo despertaba lentamente: los tejados brillaban con el rocío de la mañana, y algún transeúnte apresurado cruzaba la calle principal bajo la luz tibia del sol. Todo parecía normal, cotidiano… y, sin embargo, un escalofrío lo recorrió, como si la ciudad misma guardara un secreto que él aún no podía comprender.
El reloj lo esperaba en la plaza central. Su misión era clara: repararlo antes de la Noche de las Almas. Pero el recuerdo de Lucía y de la librería seguía flotando en su mente, entremezclado con la sensación de que algo extraño estaba a punto de suceder.
Se vistió con rapidez y revisó que tenía todo lo necesario para el trabajo: herramientas, guantes, y su bolso con el libro de leyendas locales que había comprado el día anterior. Lo hojeó un instante, dejando que las palabras y las imágenes lo conectaran nuevamente con la curiosidad que sentía por el pueblo y, silenciosamente, por la joven librera que le había sonreído. Decidió que antes de ponerse a trabajar necesitaba una ducha y un buen desayuno.
Al salir de la posada y bajar por las calles empedradas, encontró un pequeño café en una esquina, donde el aroma del pan recién horneado y del café recién hecho lo recibió con calidez. Pidió un croissant y un café, y mientras comía, observaba a los habitantes que iban y venían: algunos apresurados, otros caminando sin prisa, como si el tiempo en aquel lugar tuviera su propio ritmo.
Mientras degustaba su desayuno, Elías hojeó nuevamente el libro de leyendas locales que había comprado la tarde anterior. Una de las historias hablaba de la Noche de las Almas y de un antiguo reloj del pueblo que, según decían, “marcaba más que las horas; guardaba secretos que solo algunos podían ver”. Una sensación extraña lo recorrió: el sueño de la noche anterior, la torre del reloj que lo esperaba… todo parecía conectado.
Terminó su café y guardó las migas con cuidado, luego de pagar, salió de local y caminó con paso firme entre las calles húmedas, observando cómo la luz de la media mañana resaltaba los colores de los tejados y los escaparates. No pudo evitar mirar hacia la librería, que parecía un pequeño refugio acogedor entre la rutina del pueblo. La lluvia del día anterior había dejado charcos brillantes en la calle y un aroma húmedo que llenaba el aire.