La mañana amaneció envuelta en una neblina tenue que difuminaba los contornos del pueblo. Elías se vistió temprano, con la intención de continuar su trabajo en la torre del reloj. Había dormido bien, aunque al despertar sintió ese mismo peso leve en el pecho, la sensación de haber soñado algo que se desvanecía al intentar recordarlo.
Después de desayunar en la posada, salió con paso tranquilo. El aire olía a tierra húmeda y pan recién horneado. Mientras caminaba hacia la plaza, sus pasos lo llevaron, casi sin decidirlo, frente a la librería. No era casualidad; en los dos días que llevaba allí, ese lugar se había convertido en algo más que un punto de interés: era el rincón donde la rutina parecía detenerse.
Empujó la puerta y el pequeño cascabel sobre el marco tintineó cuando entró. El olor a papel lo envolvió al instante. Detrás del mostrador, Lucía levantó la vista de un cuaderno donde escribía algo y le dedicó una sonrisa tranquila.
—Buenos días —dijo, con esa voz tranquila que parecía llenar el lugar sin romper el silencio.
—Buenos días —respondió Elías—. Pasaba por aquí y… pensé en saludar.
Lucía cerró el cuaderno con suavidad.
—Eso está bien. A veces una conversación temprana mejora el día —comentó, sin sonreír del todo, pero con un brillo amable en los ojos.
—Supongo que el lugar tiene algo de eso —dijo él, mirando alrededor—. Es fácil sentirse a gusto aquí.
—Es un buen sitio para detenerse un momento —comentó—. La luz entra con calma, el polvo flota despacio… a veces parece que aquí dentro el tiempo no tiene prisa.
Elías la observó unos segundos antes de responder, con una media sonrisa.
—Tal vez el mérito no sea del lugar, sino de quien lo cuida.
Lucía bajó la mirada apenas, y la sombra de una sonrisa cruzó su rostro.
—O tal vez ambos hacemos nuestra parte —dijo con serenidad.
Por un instante, el silencio que siguió tuvo algo distinto, una quietud que parecía más expectativa que pausa.
Elías apoyó una mano en el borde del mostrador, intentando mantener el tono casual.
—Cuando termines aquí… ¿te gustaría tomar un café conmigo?
Lucía levantó la vista, sorprendida, pero sin incomodidad.
—¿Un café? —repitió, como si probara la idea. Luego asintió levemente—. Podría ser. Si el día no se alarga demasiado.
Elías sonrió, relajándose un poco.
—Entonces espero que el tiempo esté de nuestro lado.
Lucía lo miró unos segundos más, con una expresión que era difícil de leer, entre curiosa y contenida.
—El tiempo siempre hace lo que quiere —dijo finalmente.
Cuando Elías salió, el cascabel volvió a sonar, y el aire frío de la mañana lo envolvió.
Mientras se alejaba por la calle principal, con la torre del reloj recortándose entre la neblina, pensó que tal vez, por primera vez en mucho tiempo, el tiempo no le pesaba.
Al llegar a la torre, fue recibido nuevamente por el encargado, quien le abrió la puerta y se marchó. Ahora conocía mejor cada rincón de la torre: la escalera de caracol crujía con familiaridad bajo sus pies, las rendijas por donde se colaba la luz y el aire se habían vuelto casi amigas, y el olor metálico y a polvo antiguo parecía menos amenazante… hasta que se adentró más en la sala del reloj.
Elías abrió su maletín y comenzó a revisar los engranajes con cuidado. Cada movimiento de su herramienta resonaba con un eco largo, como si la torre escuchara y respondiera. A veces, mientras ajustaba una pesa o limpiaba un piñón, sentía un frío repentino, como si un susurro de aire hubiera recorrido la sala, aunque las ventanas estuvieran cerradas.
Mientras revisaba los engranajes y ajustaba las piezas, un crujido diferente lo hizo alzar la vista: la puerta de la torre se movía ligeramente, como empujada por un viento que no existía. Se giró rápidamente, y frente a él apareció un destello de luz que tomó forma humana, delicada y casi intangible. Por un instante, la figura le recordó la silueta de Lucía, con un contorno suave y familiar que parecía observarlo con esperanza e infinito amor.
Antes de que pudiera reaccionar, el mundo pareció desvanecerse a su alrededor. Elías sintió un vértigo repentino y un breve desvanecimiento de la conciencia: por un instante, se vio a sí mismo junto a esa figura, caminando por el pueblo, con sus calles empedradas y faroles que proyectaban luces cálidas. La versión de Lucía a su lado lo miraba con amor y la suavidad de su sonrisa llenaba su pecho de calidez, pero su ropa y el entorno indicaban que no era el mismo momento que el presente.
El instante duró apenas unos segundos. Cuando parpadeó, estaba nuevamente solo en la torre, de pie junto a la puerta, con el polvo del reloj en sus manos y un corazón acelerado por la experiencia. Los murmullos que apenas había percibido el día anterior regresaron, y esta vez eran más claros, fragmentos de frases que hablaban de tiempo, cuidado y espera. La voz era dulce y distante, y Elías comprendió que la torre no solo reaccionaba a su presencia, sino que intentaba comunicarse con él a través de ecos del pasado.
El resto de la tarde lo pasó trabajando en silencio, con los engranajes bajo sus manos y la sensación de que la torre respiraba y recordaba, y que aquel destello había sido un atisbo de algo más grande, un vínculo que trascendía el tiempo y que, de algún modo, estaba conectado con Lucía.
Elías salió de la torre del reloj con las manos cubiertas de polvo y un ligero rastro de hollín en la ropa. La experiencia del destello y los murmullos lo habían dejado intrigado y algo desorientado. Caminó de regreso a la posada, dejando que el aire fresco de la tarde lo despejara.
Al llegar, se dirigió directamente a su habitación. Cerró la puerta, sintiendo aun el peso de la torre, se desnudó de camino al baño y una vez ahí abrió la ducha. El agua caliente golpeó su espalda, arrastrando el polvo y la tensión de sus músculos. Mientras se enjabonaba, su mente seguía vagando por la visión fugaz: la versión de Lucía en otra época, la sensación de haber compartido un instante que no era del presente, pero que se sentía extrañamente cercano.