El día siguiente amaneció con un aire distinto. El sol apenas lograba filtrarse entre las nubes bajas, y el pueblo se movía con una mezcla de rutina y expectación. Banderines y faroles se colgaban de las calles, y el aroma a pan recién horneado y castañas tostadas flotaba entre los comercios. Algunos vecinos colgaban calabazas talladas en los escaparates, mientras otros decoraban puertas y ventanas con hojas secas y velas. La Noche de las Almas se acercaba, y la comunidad parecía prepararse con cuidado, como si supieran que algo más que la fiesta habitual estaba por suceder.
Mientras caminaba hacia la torre, notó cómo la vida del pueblo adquiría un ritmo casi ceremonial. Niños corrían entre las calles, ensayando pequeñas máscaras y disfraces, mientras adultos colocaban faroles de papel en los aleros de las casas. Algunos le sonreían al verlo pasar, y aunque la mayoría seguía con sus quehaceres, había algo en el ambiente que hacía que cada mirada pareciera consciente de un secreto compartido.
Al llegar a la torre del reloj, Elías fue recibido por el encargado, quien revisaba el trabajo hecho anteriormente antes de que él comenzara a trabajar.
—Buenos días, Elías —dijo, extendiéndole la mano—. Todo está listo para que continúes con la puesta a punto.
Se instaló frente al mecanismo, limpiando el polvo acumulado y revisando cada engranaje, cada rueda dentada. Las horas pasaron entre el suave sonido de metal y madera moviéndose bajo sus manos, el roce de la grasa que aplicaba cuidadosamente, y el eco de su respiración en el gran espacio vacío de la torre. De vez en cuando, un crujido o un susurro lejano recordaban la antigüedad del lugar, pero no era nada que lo distrajera: su atención estaba fija en el reloj.
Hacia media tarde, Elías dio los últimos ajustes. Probó cada manecilla, cada mecanismo que hacía sonar las campanas; todo funcionaba en perfecta armonía. Finalmente, con un leve giro de la última rueda, el reloj comenzó a marcar el tiempo nuevamente, un sonido firme y constante que llenó la torre. Una satisfacción silenciosa lo recorrió: el trabajo estaba terminado.
Aviso al encargado, y este subió a la torre, lo observó con una mezcla de respeto y alivio.
—No podría haberlo hecho mejor —dijo—. Este reloj volverá a guiar al pueblo durante muchos años gracias a tu trabajo.
Elías sonrió, cubierto de polvo y con las manos ligeramente manchadas, pero con una sensación de logro profunda. Salió de la torre con los primeros destellos de la tarde filtrándose entre los tejados del pueblo, listo para regresar a la posada, darse una ducha y cenar.
Después de la cena en la posada, Elías subió a su habitación y se dejó caer sobre la cama. Cerró los ojos y el mundo real comenzó a desvanecerse.
Esa noche, el sueño lo atrapó con fuerza, como si no pudiera resistirse a sus aguas profundas. Se encontró caminando por calles empedradas de un pueblo antiguo, bajo un crepúsculo perpetuo. Casas de piedra, faroles iluminando suavemente los pasillos y un muelle donde las olas golpeaban con fuerza. A su lado estaba ella, aunque con otro nombre: Elowen. Su cabello recogido en una trenza, sus ojos brillando con ternura y determinación. La reconoció inmediatamente: cada gesto, cada sonrisa, le resultaba tan íntimo que le hizo estremecer el corazón. Caminaban juntos por las calles silenciosas, hablando en susurros, compartiendo secretos y sueños que nadie más podía entender. También su nombre, el que uso en otra vida, Alaric.
Revivió momentos cotidianos que parecían cargados de magia: Elowen señalando un escaparate, riendo al notar cómo Alaric intentaba imitar un gesto gracioso de un niño que pasaba; Alaric llevándola de la mano al muelle, donde el reflejo de la luna se mezclaba con las luces titilantes del agua. Cada escena estaba impregnada de un amor tranquilo, tierno, pero con una extraña sensación de urgencia, como si supieran que el tiempo que podían compartir era limitado.
Luego, el sueño dio un giro. Se encontraron en una sala con un gran reloj antiguo, similar al que Elías había reparado en la torre. Sus manos se rozaron mientras intentaban ajustar las manecillas, y la madera parecía susurrarles, contándoles historias de vidas pasadas, de amores que se habían cruzado y separado a lo largo de los siglos. Alaric sintió una vibración que recorría su cuerpo, como si el tiempo mismo se doblara a su alrededor, y por un instante, el mundo se disolvió: él y Elowen flotaban entre destellos de luz y sombras, un instante suspendido entre presente, pasado y futuro.
El último fragmento del sueño fue breve, pero lo golpeó con fuerza: Alaric y Elowen, de pie sobre el muelle, rodeados por una bruma plateada, sus manos entrelazadas. Ella le susurró entre sollozos algo que no alcanzó a comprender. El viento soplaba con más fuerza y, en un instante de terror y valentía, Elowen se lanzó desde el puente hacia las aguas turbulentas. Alaric gritó su nombre, corrió hacia ella, pero fue demasiado tarde. Sintió la impotencia, la pérdida, y al mismo tiempo, un juramento silencioso que atravesó el tiempo.
Un sonido profundo y resonante lo arrancó del sueño: las campanadas de la torre del reloj. Pero esta vez no eran solo un simple aviso de la hora; tenían un ritmo extraño, casi insistente, que parecía envolverlo y llamarlo.
Se incorporó con rapidez, con los ojos aún pesados por el sueño, y un escalofrío recorrió su espalda. Cada golpe parecía resonar dentro de su pecho, guiándolo hacia algo que no alcanzaba a comprender del todo. Por un instante, le pareció escuchar entre las campanadas un murmullo, una voz lejana y familiar que repetía la frase que había quedado grabada en su memoria:
“Siempre estaremos juntos, aunque el mundo nos quiera separar.”
Sin detenerse a pensar, se levantó, se vistió con rapidez, y sintió cómo cada movimiento era guiado por una fuerza invisible. El frío de la medianoche le erizó la piel al abrir la puerta de su habitación, y el silencio del pueblo parecía amplificar cada paso que daba.