Ecos de mundos olvidados: La caída del cosmos.

El cosmos

La oscuridad era inmensa, inmutable. Un abismo sin fin que se extendía en todas direcciones, tan vasto que carecía de límites, tan profundo que parecía devorar toda noción de tiempo o espacio. Antes del primer destello de luz, el cosmos existía en un silencio absoluto, un mar infinito de posibilidades dormidas, esperando, en un estado que no conocía urgencia ni deseo. Cada rincón del vacío estaba impregnado de una calma que rozaba lo eterno, como si incluso el concepto de cambio fuera ajeno a su naturaleza.

Entonces, en un instante que no pudo ser medido ni por la más vasta de las eternidades, surgió la Energía Primordial. No llegó como un estallido abrupto, sino como una chispa titilante que rompió la quietud con una suavidad inesperada, apenas un susurro en la vastedad. Sin embargo, esa chispa contenía en su interior todo el poder de la existencia. No era solo fuerza: era vida en estado puro, el movimiento que quiebra la inercia, una sinfonía de caos y orden entretejidos en un flujo interminable. Era la semilla del todo, el aliento que dio forma a la vastedad del vacío.

De esa energía nacieron las primeras constelaciones. Fragmentos conscientes, cada uno formado por el capricho y la voluntad inabarcable de la Energía Primordial. Al principio, su existencia fue efímera, como reflejos parpadeantes en un océano oscuro. Pero pronto, sus formas comenzaron a consolidarse, sus luces se hicieron más estables, revelando colores imposibles de describir con palabras mortales. Sus tamaños y formas eran un reflejo directo de sus propósitos: algunas brillaban con una intensidad cegadora, irradiando una majestuosidad que parecía prometer vida y esperanza a quienes las contemplaran. Otras, en cambio, se retorcían en formas erráticas, su fulgor tenue, portadoras de un enigma tan profundo como el mismo abismo del que emergieron. No eran simples luces en el firmamento. Estas entidades, nacidas del caos ordenado del cosmos, eran las regentes del destino. Sus miradas abarcaron los mundos que comenzaron a formarse bajo su influencia, y con cada movimiento de sus formas etéreas, marcaban el ritmo de las fuerzas fundamentales que guiaban el universo en expansión.

Para los mortales, aquellas deidades cósmicas, conocidas como constelaciones, parecían ser simples cuerpos celestes: puntos brillantes en la lejanía de los cielos. Sin embargo, eran mucho más que eso. Eran fragmentos conscientes de la Energía Primordial, piezas del rompecabezas eterno que daba forma al universo. Cada constelación portaba en su esencia una chispa de la creación original, un eco del momento en que el vacío se rompió. Su propósito no era uno solo, sino muchos, complejos y entrelazados, tan vastos como los cielos mismos. Eran creadoras y destructoras, guardianas y testigos. Desde su posición en los límites del espacio, vigilaban el flujo interminable del cosmos, dirigiendo su influencia sobre los mundos que giraban bajo su luz. Para los seres que habitaban esos planetas, las constelaciones eran el eje de la vida misma, los guías invisibles que ofrecían señales en los cielos, promesas de orden o advertencias de peligro. Pero para ellas, la carga era mucho mayor: su existencia estaba intrínsecamente ligada al equilibrio del universo. Cada una era un pilar del cosmos, y si uno caía, el resto tambaleaba.

No todas las constelaciones compartían un origen común. Aunque la mayoría nacía del calor acumulado en las tormentas de energía estelar, un proceso inevitable y cíclico, algunas surgían de eventos tan extraordinarios que su misma existencia parecía desafiar la lógica del cosmos. En el corazón de estas tormentas, donde las fuerzas gravitatorias colisionaban y se desmoronaban sobre sí mismas, las constelaciones tomaban forma lentamente, como si el universo estuviera forjando a sus guardianes más preciados. Cada chispa, cada destello de esas tormentas, llevaba consigo el potencial para convertirse en una deidad cósmica, siempre y cuando los vientos estelares soplaran en perfecta armonía. Pero había excepciones. Las constelaciones más antiguas, las primeras nacidas, no se forjaron en las tormentas. Estas emergieron de cataclismos incomprensibles: el colapso de una estrella masiva que dejó un vacío inmenso en el tejido del espacio, la danza hipnótica y destructiva entre dos agujeros negros que deformaban la luz a su paso, o el estallido abrasador de una supernova que iluminaba galaxias enteras con su último aliento. Estos eventos no solo creaban vida cósmica, sino que también tejían leyendas entre las deidades que observaban desde las sombras del infinito.

El nacimiento de una nueva constelación era un espectáculo de proporciones universales, tan majestuoso que incluso las entidades más antiguas, quienes habían presenciado incontables siglos de cambios, se detenían para observar. Los destellos iniciales marcaban el primer latido de la deidad, un pulso que resonaba a través del vacío. Durante esos momentos, las fuerzas que moldeaban a la nueva constelación bailaban entre sí, ajustándose y compitiendo, como si el cosmos mismo estuviera decidiendo su destino. Cada nacimiento era único, un reflejo del evento que lo había desencadenado. Algunas constelaciones surgían con destellos luminosos que parecían cantar su llegada, mientras que otras nacían silenciosas, su luz apenas perceptible, como si necesitaran tiempo para comprender su propia existencia. Las demás deidades observaban con una mezcla de curiosidad, respeto y, en algunos casos, temor. Sabían que cada nueva constelación no solo aportaba poder al equilibrio cósmico, sino también una perspectiva única, un eco de las fuerzas que la habían engendrado.

Junto a cada deidad nacía un planeta. No era un capricho, ni un mero accidente. Era una ley inviolable del cosmos, una conexión profunda e inseparable. Estos planetas, con sus formas y paisajes, eran tan diversos como las deidades mismas. Algunos eran esferas cubiertas de bosques eternos, donde la vida florecía en ciclos incesantes de crecimiento y renovación. Otros eran páramos desérticos, donde los cielos ardían con tonos de rojo y naranja, y los vientos transportaban arenas tan antiguas como las estrellas. Había también mundos cubiertos por océanos infinitos, donde las formas de vida danzaban en el agua como pensamientos libres, sin principio ni fin. El vínculo entre una constelación y su planeta no era solo simbólico. Era vital, una relación que definía la existencia de ambos. Si el planeta prosperaba, alimentando la vida que lo habitaba, la constelación ganaba fuerza. Su luz brillaba con mayor intensidad, su influencia se extendía, y su lugar en el firmamento se solidificaba. Pero si el planeta caía en desgracia, si su vida se extinguía o si sus habitantes olvidaban a su guardiana celestial, la deidad comenzaba a desvanecerse. Era un proceso lento y cruel, como una vela que consume su última gota de cera, apagándose sin remedio. Para las constelaciones, la muerte de su planeta era un destino peor que la destrucción, pues implicaba no solo el fin de su poder, sino también el olvido.



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En el texto hay: villano, espacio exterior, cosmos

Editado: 03.08.2025

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