Ecos de mundos olvidados: La caída del cosmos.

El hijo olvidado de las estrellas I

La Nebulosa de Seraphis era un rincón apartado del tapiz cósmico, donde los hilos de la Energía Primordial se tejían con despreocupación. Lejos de los cúmulos estelares dominados por constelaciones mayores, esta región era un arrabal estelar: un lugar de gas brillante en tonos olvido y violeta, asteroides errantes que jugaban a ser cometas, y planetas diminutos orbitando estrellas modestas. Aquí, en esta periferia ignorada por titanes como Velkarus o Oron-Kai, florecían deidades menores. Eran tejedoras de microcosmos: guardianas de lunas heladas, soberanas de desiertos de cristal, arquitectas de atmósferas tenues. Sus luces, diversas y dispersas, titilaban como luciérnagas en la noche cósmica.

Un lugar de marginalidad vibrante, donde lo pequeño era normal... hasta que Felios llegó para redefinir la insignificancia.

Su nacimiento fue un evento tan menor que casi no ocurre. En una esquina particularmente oscura de la nebulosa, donde ni siquiera el polvo cósmico se molestaba en flotar, cinco estrellas enanas negras —cadáveres estelares fríos y sin luz propia— fueron arrastradas por una corriente gravitatoria residual. No hubo choque, ni fricción, ni energía liberada. Simplemente... se estancaron. Como astillas de carbón flotando en un estanque inmóvil.

Pero en el centro de ese grupo inerte, algo latió.

Era energía oscura condensada, rezumada de los poros del espacio-tiempo. No un destello, sino una mancha. Su forma se fue consolidando: un cúmulo errático, un archipiélago estelar de apenas una docena de estrellas enanas. Pero aquí no había cálidos tonos amarillos o anaranjados. Felios era una nebulosidad tenue, de un azul tan profundo que rayaba en el negro, comenzó a envolver a las estrellas enanas. De ella brotaron hilos de vacío solidificado, hebras de una tela cósmica más fría que el espacio absoluto. Entre ellas, tejían los hilos de su cohesión no flujos dorados, sino venas de energía negra que absorbían la luz circundante, pulsando con una tensión ominosa. Y en el corazón mismo del cúmulo, donde la energía se entrelazaba con mayor fuerza, brillaban puntos rojos incandescentes, como heridas abiertas en el tejido de la realidad. No eran dos, ni tres; eran múltiples, dispuestos en patrones erráticos que parecían seguir a quien los observara. Cada estrella titilaba con un ritmo propio, independiente, como si lucharan por sincronizarse. Era pequeño, tembloroso, su resplandor era lívido y agonizante, sin calor, sin destellos. Solo una mirada fija, roja y penetrante, que no iluminaba nada, pero observaba todo. Un titubeo de existencia oscura en un universo de luces brillantes.

Así nació Felios: un amasijo irregular de sombras y silencio.

Y entonces, como dictaba la ley irrevocable y arcaica del cosmos, el eco de su primer latido resonó en el vacío y materializó su planeta. No fue una creación explosiva, sino una aparición gradual, como una herida que se abre en la tela del espacio. Primero, un punto de condensación árida en la nada. Luego, capas de atmósfera delgada y abrasiva empezaron a envolverlo. Nació Ignis Solis – "Fuego del Sol" – un planeta que era menos un mundo y más una herida abierta en el tejido del espacio. Un nombre que gritaba su verdad. Aquí no había noche.

Vista desde la perspectiva infinita del vacío, Ignis Solis era una esfera de tamaño pequeño, pero de una belleza despiadada y austera. La luz perpetua de su sol cercano lo bañaba en una claridad cegadora y sin sombras. No había auroras danzantes, ni cielos coloridos. Solo un cielo blanco-azulado, despiadadamente límpido, que se fundía con un horizonte distorsionado por el calor abrazador que consumía al planeta, a tan solo 1,500 grados en la superficie, suficiente para derretir plomo, hacer hervir el agua (si hubiera existido) y reducir la materia orgánica a carbón en segundos.

La superficie era un paisaje de huesos y luz. Mesetas infinitas de roca basáltica, fracturada en patrones angulares como escamas de dragón petrificado, se extendían hasta donde alcanzaba la vista. El suelo, cubierto de arena grisácea y polvo fino que reflejaba la luz con intensidad metálica, parecía hecho de ceniza estelar compactada. Aquí y allá, torres de piedra negra se alzaban como dedos acusadores hacia el cielo sin nubes, erosionadas por vientos constantes que transportaban arena afilada y el silbido de un calor insoportable. No había bosques de cuarzo ni lagos espejados. En su lugar, se encontraban llanuras interminables de grava magnetizada se extendían hasta donde la vista podía soportar, surcadas por cañones profundos donde el viento solar aullaba como un coro de almas perdidas. Por esas grietas ascendían vapores de azufre y silicio fundido, dibujando cortinas fantasmales que olían a desesperación y metal quemado. No existían mares, ni glaciares, ni el más mínimo musgo verde. Solo desolación tallada en basalto, donde la vida era una herejía que solo los más aberrantes osaban cometer: Y en las grietas más profundas, al abrigo fugaz de la peor radiación, apenas comenzaba a asomarse la vida: pequeñas criaturas de exoesqueleto pétreo que se arrastraban lentamente sobre la roca caliente, sus formas simples adaptadas a la aridez extrema. Su movimiento era lento, deliberado, casi invisible, como sombras que se deslizan entre las grietas de un horno cósmico. El aire, si pudiera respirarse, sería una bocanada seca y abrasadora, cargada de ozono y el olor a piedra pulverizada por el sol eterno.

Una atmósfera tenue, compuesta de dióxido de carbono y metano, vibraba con el zumbido lóbrego que Felios emitía desde el vacío. No era un sonido, sino una presión sónica que resonaba en los huesos de la tierra. Las tormentas de arena, cargadas de partículas de hierro afiladas como navajas, barrían las llanuras convirtiendo el paisaje en un gigantesco taller de pulido. Todo en Ignis crujía, rechinaba, gemía bajo el yugo de un día sin fin.



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En el texto hay: villano, espacio exterior, cosmos

Editado: 03.08.2025

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