La noticia del nacimiento se filtró por los canales silenciosos de la Nebulosa de Seraphis, un murmullo que perturbó la rutina de las constelaciones menores. En este arrabal estelar, donde cada chispa de conciencia luchaba contra la indiferencia cósmica, un nuevo nacimiento era rareza y curiosidad. Las deidades menores de Seraphis, esas tejedoras de microcosmos olvidados, volvieron sus miradas hacia el recién nacido. No fue por fraternidad, tampoco tuvo bienvenida. Solo una perplejidad helada, el reconocimiento incómodo de que algo había nacido fuera de toda medida, incluso aquí, en el reino de lo pequeño. Una mirada con la misma curiosidad con la que un buitre observa a un moribundo. Sus presencias invadieron el umbral del sistema de Felios, cada una una declaración viviente de su propia insignificancia magnificada.
Ignis Solis ardía en su aislamiento, un crisol de roca y luz maldita bajo la mirada roja de Felios. Más allá de sus fronteras desoladas, la Nebulosa Seraphis respiraba con las pulsaciones de otras deidades menores, cada una hilando su propio microcosmos en los márgenes del vacío. Eran fragmentos de la Energía Primordial olvidados por los titanes del firmamento, tejedores de mundos que solo existían en los intersticios de la grandeza cósmica.
Al oeste, allí donde la luz se volvía espejo, una constelación de nebulosas rosas y plateadas tejía su danza eterna. Sus formas cambiaban como mercurio bajo el sol, siempre buscando ángulos que devolvieran su resplandor multiplicado. Su planeta, Crystalis, no era un mundo, sino un altar de vanidad tallado en cristal líquido. Montañas de cuarzo facetado cortaban el vacío, ríos de plata reflectante cantaban al pasar, y los vientos mismos pulían cada superficie hasta convertirla en un ojo que la contemplaba. Ella, que nunca recibía nombre de sus pares, solo admiraba su reflejo en las lunas heladas, en las tormentas de diamante, incluso en las sombras de los cometas de paso. Todo era un espejo, y todo espejo debía ser perfecto.
Al norte, donde los gases púrpuras danzaban en remolinos silenciosos, Nivara extendía sus velos estelares. Su forma era una red de hilos plateados que tejían escarcha sobre Glacius, una luna helada del tamaño de un continente perdido. Allí, géiseres de nitrógeno líquido estallaban en arcos perfectos, congelándose al contacto con el vacío, mientras anillos de polvo diamantino capturaban la luz de la nebulosa. Nivara, la Tejedora de Escarcha, ajustaba las mareas gravitatorias con dedos de hielo cósmico, protegiendo mares subterráneos donde bacterias luminosas pintaban cuevas de azul eléctrico.
Al sur, donde el vacío se doblaba en ángulos precisos, Thundarr calculaba silenciosamente. Triángulos de luz fría, esferas de energía blanca, espirales que giraban con la exactitud de relojes atómicos. Su mundo, Crysanthos, era un mecanismo celestial: continentes de circuitos petrificados, mares de mercurio conductor que fluían en patrones binarios, lunas que emitían pulsos regulares como metrónomos cósmicos. Nada crecía allí que no sirviera a una función; ni una flor, ni un suspiro de viento que alterara las ecuaciones grabadas en sus piedras.
Al sureste, en un rincón donde la oscuridad olvidaba su nombre, Aelora extendía ramas de luz verde-dorada. Su planeta, Verdantia, era un pulso contra la esterilidad cósmica. Selvas de corales luminosos entonaban coros al amanecer, ríos de néctar estelar fluían entre praderas de hierba fosforescente. Ella plantaba semillas en asteroides yermos, gesto inútil y persistente, como si creyera que hasta la roca más fría podría latir.
Al este, donde asteroides muertos formaban cordilleras flotantes, Tellurion palpitaba. Su luz era un latido rítmico de pulsos naranja, como un corazón cósmico, sobre Vulcara, un planeta joven y tectónicamente furioso. Montañas se alzaban como cicatrices frescas, volcanes escupían ríos de lava violeta, y grietas exhalaban nubes de vapor tóxico. Tellurion, sentía cada espasmo del magma, cada crujido de la corteza. Con paciencia de milenios, guiaba las fuerzas telúricas, evitando cataclismos y abriendo fisuras por donde emanaban manantiales termales que alimentaban algas carmesí y crustáceos blindados. Su ritmo era la canción de cuna de un mundo naciendo en el dolor.
Cerca del corazón turbulento de la nebulosa de Seraphis, una región donde las tormentas tenían filo de espada, Vorlag erguía su constelación de estrellas azul-blancas. Su mundo, Boreas, era un campo de batalla perpetuo: océanos que azotaban acantilados con furia de titanes, huracanes que cercaban montañas como ejércitos sitiadores. Cada latido de su energía era un reto al vacío, cada pulsar de sus estrellas, un redoble de tambores para contiendas imaginarias.
En un rincón de la nebulosa donde la gravedad olvidaba su seriedad, Zephyrion danzaba. Su forma era un perpetuo carnaval de imposibles: un arcoíris que se deshacía en chispas musicales, una supernova en miniatura que estallaba en confeti de plasma, un torbellino de luz que hacía cosquillas al espacio-tiempo hasta doblarlo en risas. Sus estrellas no eran puntos fijos, sino juglares errantes que dibujaban payasadas cósmicas en el vacío —caricaturas de constelaciones mayores, animales absurdos con cuerpos de nebulosa, jeroglíficos luminosos que se borraban en carcajadas de fotones.
Su planeta, Jolgor, giraba como un borracho divino, su eje inclinado en un ángulo que burlaba a la física. Montañas de gelatina resonante temblaban al ritmo de meteoritos de cascabel que las golpeaban, sus picos neón goteando notas de arpa cósmica. Por valles de azúcar glass fluían ríos de soda cósmica, burbujeando con gas risueño que convertía las rocas en malvaviscos gigantes. En el cielo, nubes de algodón de azúcar radiactivo derramaban lluvias de caramelos explosivos, sembrando llanuras donde estallaban granadas de chispas comestibles. Tres lunas —Pipo, Chispa y Trompo— rebotaban contra la atmósfera como pelotas desquiciadas, sus cráteres escupiendo chorros de serpentinas que tejían arcoíris efímeros. El sol Risitas, un enano amarillo con hipo, estornudaba llamaradas en forma de globos animales que popoteaban al chocar con las auroras bailarinas.