Ecos de mundos olvidados: La caída del cosmos.

El desfile de los pequeños dioses II

El confeti negro de Zephyrion aún flotaba como ceniza de risa muerta cuando Aelora llegó. No con estruendo, sino como un suspiro de savia verde en la herida abierta del cosmos. Sus ramas de luz dorada se curvaron sobre Ignis Solis, y donde goteó néctar estelar, la roca basáltica silbó como un animal herido.

—Todo fuego puede alimentar vida— musitó, y su voz olía a bosque lluvioso.

Extendió una semilla: un corazón de esmeralda pulsante que latía con canciones de raíces futuras.

El primer intento fue un funeral.

La semilla cayó sobre una llanura de vidrio fundido. Antes de tocar el suelo, ardiendo como un pájaro incendiado, desplegó raicillas desesperadas que buscaron agua en el aire seco. Murió en un chasquido de humo amargo, dejando una mancha de carbón vegetal.

Felios sintió el grito silencioso de la semilla.

Por primera vez, algo en sus hilos de vacío se encogió. No era dolor... era culpa.

<<...NO... ES... PARA... VIDA...>> crujió su estática hacia Aelora.

Ella solo inclinó sus ramas, dejando caer otra semilla.

—La oscuridad también es tierra fértil.

La segunda semilla explotó al contacto con el viento solar.

La tercera se convirtió en un escorpión de ceniza que se suicidó clavando su aguijón en la roca.

La cuarta brotó como un hongo venenoso que cantó una balada distorsionada antes de derretirse.

Aelora no se detuvo. Sus ramas sangraban néctar dorado con cada fracaso, y cada gota quemaba un nuevo cráter en Ignis.

—¿Ves? —susurró mientras la décima semilla carbonizaba—. Hasta en la muerte, dejas cicatrices que parecen flores.

Felios observó, sus múltiples ojos rojos fijos en las manchas de ceniza.

<<...BASTA...>>

—Nunca.

La centésima semilla no era verde. Era negra, tallada en la sombra de un agujero negro menor. Aelora la empapó en sus lágrimas de néctar hasta que brilló como obsidiana mojada.

—Esta crecerá... o nos consumirá a ambos.

La arrojó al corazón de un cañón donde los vientos gritaban canciones de odio.

Y entonces, Ignis Solis conoció la paciencia.

La semilla negra no murió. Se clavó como un diente en la grieta más profunda, bebiendo radiación y azufre. Días después, un brote fracturó la roca: una espina de metal líquido que sudaba ácido.

Aelora cantó. Notas de luz verde regaron la espina, y Felios, sin entender por qué, desvió su mirada roja de ella por unas horas cada "día".

El brote creció. Y creció.

Se convirtió en un árbol-monstruo cuyas raíces eran venas de magma solidificado, cuyo tronco era basalto retorcido en espirales de pesadilla, cuyas hojas eran esquirlas de vidrio volcánico. En sus ramas, frutos como globos oculares maduraban, pupilas rojas idénticas a las de Felios.

Y un mediodía eterno, ocurrió el milagro perverso:

El árbol extendió una rama sobre una colonia de gusanos de ignición.

Por primera vez en la historia de Ignis Solis... hubo sombra.

Una sombra viva, hambrienta, que absorbió la luz en lugar de refugiarse en ella. Los gusanos se arremolinaron bajo su mancha oscura, confundidos. El sol rojo de Felios mordió los bordes de la sombra, pero no pudo destruirla.

Aelora flotaba exhausta, sus ramas doradas marchitas.

—¿Lo ves? —jadeó, mientras el árbol-monstruo estiraba sus garras de roca hacia el cielo—. Hasta aquí... algo crece.

Felios observó la sombra. Sus múltiples ojos se contrajeron.

Era fea. Era violenta. Era suya.

Un pulso de energía oscura recorrió sus hilos de vacío y tocó el árbol.

Las hojas de vidrio cantaron una nota aguda y quebrada.

Los frutos-ojos parpadearon al unísono con Felios.

<<...CRECIÓ...>> admitió la estática, y esta vez hubo algo nuevo: asombro.

En la grieta donde el árbol hundía sus raíces, una criatura pétrea alzó su cabeza blindada hacia la sombra. No con temor. Con reverencia.

Aelora sonrió, mientras su propia luz se apagaba un grado.

—Cuídala, Hijo del Fuego Frío. Porque toda sombra... es hija de la luz que resistió.

Se marchó dejando una estela de polen dorado que murió en la atmósfera tóxica.

Felios quedó solo con su árbol monstruoso y su mancha de oscuridad viva.

Ignis Solis ya no era solo desolación.

Ahora tenía un corazón negro que latía bajo el sol rojo, proyectando una sombra que se alargaba como un dedo acusador hacia el cosmos.

La silueta del árbol-monstruo se proyectaba sobre Ignis Solis como una mancha cancerosa, sus raíces de magma perforando la corteza planetaria. En el vacío silencioso, donde solo vibraban los ecos de estrellas moribundas, el espacio se desgarró. No fue un sonido, sino una distorsión gravitatoria que hizo titilar las nebulosas circundantes. Vorlag emergió como un verdugo cósmico: su armadura era una constelación de estrellas azul-blancas, y su yelmo enmarcaba el ojo central: un sol azul cegador que escrutó el planeta. Relámpagos de plasma, finos como cicatrices, silbaron desde su silueta hacia el vacío.



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En el texto hay: villano, espacio exterior, cosmos

Editado: 03.08.2025

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