La luna llena brillaba sobre la isla de Martinica, bañando las aguas tranquilas con su luz plateada. Celeste Dubios se encontraba en la orilla, su figura envuelta en un chal tejido con patrones que contaban historias de generaciones pasadas.
Las visiones en sus sueños la habían guiado hasta aquí, hasta el portal que se erguía entre las palmeras y las rocas. Los espíritus de la isla le habían susurrado sobre este lugar sagrado, un umbral entre los mundos que podría ser la clave para sanar a su gente.
Con pasos firmes pero respetuosos, Celeste se acercó al portal. Sus manos, arrugadas por el tiempo pero aún fuertes, se elevaron en una antigua bendición. “Espíritus de mis ancestros,” invocó, “guíenme en mi búsqueda de curación.”
El portal respondió a su llamado, vibrando con una energía que resonaba con el latido del corazón de la isla. Celeste cruzó el umbral y se encontró en un jardín etéreo, donde las plantas brillaban con una luz interna y el aire estaba impregnado de una fragancia curativa.
Allí, los espíritus le revelaron el secreto de una planta desconocida en su mundo, una flor que florecía en la intersección de las dimensiones. Era la llave para una cura, un regalo de los espíritus a aquellos que respetaban el equilibrio de la naturaleza.
Celeste regresó a su comunidad con la flor mística y, a través de sus conocimientos de herbolaria, creó un remedio. La enfermedad que había afligido a su gente comenzó a retroceder, y la comunidad celebró a Celeste no solo como curandera, sino como una mensajera de los espíritus.
Ella había demostrado que la sabiduría ancestral y la conexión espiritual eran tan poderosas como cualquier ciencia moderna. Celeste Dubios, la anciana con acento caribeño, se convirtió en un símbolo de esperanza y la voz de la razón en un mundo lleno de misterios.