Dos soles ardían en el firmamento, suspendidos sobre un cielo tan vasto que parecía respirar. La luz dorada y azul se mezclaba, proyectando sombras dobles que se estiraban y se contraían como si tuvieran vida propia. El viento soplaba en ráfagas suaves, levantando partículas de arena cristalizada que tintineaban como campanas de vidrio al chocar entre sí. Cada grano era un espejo diminuto, y en ellos se reflejaban fragmentos de historias que no pertenecían a nadie: un niño que corría tras una cometa, una anciana que miraba al horizonte con los ojos llenos de lágrimas, un beso suspendido en el tiempo.
Liora avanzaba con pasos lentos, sosteniendo con firmeza el Resonador de Recuerdos que brillaba en su pecho como un corazón artificial. Cada pulso del artefacto iluminaba la oscuridad con un destello azul eléctrico, sincronizado con los latidos de su propia sangre. El aparato vibraba de manera irregular, como si reaccionara a una presencia que aún no se revelaba. Ella sabía que el horizonte no era un simple límite de tierra y cielo: era una frontera viviente, un velo que ocultaba secretos imposibles.
El silencio del planeta no era absoluto. Había un murmullo constante, casi imperceptible, como un coro lejano que respiraba bajo la superficie. De pronto, la vibración se intensificó. Un destello emergió en la distancia, proyectando un acorde suspendido que flotó en el aire como una ola invisible. Liora lo sintió recorrer su piel y erizarle el vello de los brazos. No era sonido, no del todo, ni tampoco luz. Era algo intermedio: un recuerdo convertido en melodía.
La arena líquida comenzó a ondularse bajo sus pies, y los espejos diminutos se transformaron en pantallas donde aparecían imágenes imposibles. Vio un rostro parecido al suyo, pero más envejecido, cantando con voz rota una canción que nunca había aprendido. Vio también la silueta de un hombre con ojos de nebulosa que la observaba desde un lugar que no existía en el presente. Todo aquello se desvaneció en un parpadeo, pero el eco permaneció, como una melodía atrapada en su mente.
Liora respiró hondo. No había sido la primera vez que escuchaba esos cantos del horizonte, pero esa noche se sentían diferentes. Había una urgencia, una fuerza que la empujaba hacia adelante. Miró hacia los dos soles que se deslizaban lentamente por el cielo, uno ascendiendo mientras el otro descendía, creando un bucle eterno de luz y penumbra. El tiempo aquí no parecía lineal. Era un círculo constante que giraba sin detenerse.
El Resonador volvió a pulsar, y con él llegaron nuevos destellos. Esta vez no eran simples fragmentos, sino escenas completas: una ciudad construida de cristal líquido, flotando sobre mares de luz; un puente que se doblaba sobre sí mismo como si obedeciera a una sinfonía secreta; niños jugando con burbujas de energía que estallaban en acordes musicales. Liora alzó la mano para tocar uno de esos destellos, y al hacerlo sintió una corriente recorrerle el brazo hasta llegar al pecho. Una oleada de emociones ajenas la invadió: risa, miedo, nostalgia, amor. Eran recuerdos de alguien más, de miles de alguien más.
Se tambaleó y cayó de rodillas sobre la arena. El paisaje entero vibró con un zumbido armónico. Los espejos del suelo comenzaron a alinearse en círculos concéntricos, creando un camino que se extendía hasta perderse en el horizonte. Cada círculo brillaba en un color distinto: azul, dorado, violeta, verde. La secuencia era perfecta, como si una inteligencia invisible hubiera decidido trazar una partitura sobre la superficie del planeta.
Liora comprendió que ese era el inicio de su viaje. El horizonte no solo cantaba: la estaba llamando. Y su respuesta, aunque no se atreviera a admitirlo en voz alta, ya estaba escrita en cada latido de su corazón.
Se levantó lentamente, con el Resonador brillando más fuerte que nunca. El aire olía a electricidad y a promesas no cumplidas. El viento arrastraba notas que parecían susurrar su nombre, aunque no de manera directa: más bien lo traducían en destellos que su mente entendía como propio.
Cerró los ojos y escuchó. El horizonte cantaba, sí. Pero también lloraba, reía y temblaba. Era un océano de memorias que buscaban un intérprete, alguien capaz de darles forma. Y en ese instante, bajo la luz de dos soles y las sombras dobles que danzaban alrededor, Liora aceptó su papel. No como espectadora, sino como la guardiana de los ecos que nacerían de un futuro aún no escrito.
Abrió los ojos. El camino de luz la esperaba.
Y dio el primer paso hacia lo invisible.