Mientras avanzaba, las calles comenzaron a cambiar de forma. Los edificios se doblaban sobre sí mismos, los puentes se desplazaban, las plazas se transformaban en escenarios musicales. Cada estructura vibraba con notas que Liora podía sentir en la piel, como si el planeta entero tocara un instrumento gigante.
Del suelo emergieron sombras que tomaron forma humana. No tenían rostro, pero emitían destellos de luz que componían una conversación sin palabras. Liora comprendió que la ciudad hablaba con ella, y que ella podía responder con su propia energía. Cada gesto, cada pensamiento, cada paso modificaba la melodía.
Sintió miedo, pero también éxtasis. Estaba viviendo algo imposible: ser a la vez intérprete y creadora, observada y observadora. Cada sonido formaba un camino frente a ella, una dirección que debía seguir para descubrir lo que el horizonte invisible le pedía.
El Resonador en su pecho vibraba más fuerte que nunca, marcando la cadencia de su corazón y de la ciudad. Liora sabía que si se equivocaba, la armonía se rompería, y con ella, los futuros que aún podían existir.