En una plaza iluminada por cristales flotantes, Liora se detuvo frente a un grupo de sombras que jugaban entre columnas de luz. Intentó hablar, pero ninguna palabra salió. Sin embargo, la ciudad entendió su intención. Las notas musicales flotantes comenzaron a responder, formando frases invisibles, dibujando emociones que podían sentirse en lugar de escucharse.
Cada sombra adoptaba un gesto, una forma, y le mostraba fragmentos de un posible futuro. Liora los absorbía como aire, comprendiendo que la comunicación aquí no necesitaba palabras, solo sensibilidad.
Una sombra más cercana se inclinó y proyectó su recuerdo más profundo: una batalla entre luz y oscuridad, donde el planeta mismo parecía sufrir. Liora comprendió que cada melodía, cada destello, cada nota era una advertencia. No solo debía escuchar: debía entender y actuar, para mantener el equilibrio de los futuros posibles.
Al final de la plaza, una estructura comenzó a levantarse del suelo: una torre de cristal líquido que reflejaba los dos soles como espejos infinitos. Liora supo que allí comenzaría la siguiente etapa de su viaje: el descubrimiento de los secretos del horizonte invisible.