Liora se adentró en un barrio que parecía flotar sobre un río de luz líquida. Los puentes se curvaban sobre sí mismos, vibrando con notas que recordaban el sonido de campanas de cristal. Cada paso que daba resonaba, multiplicando su presencia en ecos infinitos. Las estructuras parecían tener memoria propia, recordando cada gesto de los habitantes, cada suspiro olvidado, cada emoción atrapada entre paredes y suelos.
El Resonador empezó a emitir destellos irregulares, como si la ciudad misma le advirtiera sobre algo. En el horizonte, sombras alargadas comenzaban a surgir de los fragmentos de luz, formando figuras humanas que avanzaban hacia ella en silencio. Cada sombra proyectaba recuerdos, una escena distinta que se entrelazaba con la siguiente, como si fueran fragmentos de un futuro colectivo que pedía atención.
Liora extendió la mano, y los puentes de luz se doblaron para formar un camino directo hacia la plaza central. Cada paso que daba resonaba en la melodía de la ciudad, que parecía cantar con ella y por ella. Comprendió que los puentes no solo unían puntos físicos: conectaban memorias, vidas y posibilidades.