En lo alto de la torre, Liora encontró un salón circular rodeado de espejos flotantes. Cada espejo contenía un instante detenido en el tiempo: guerras, amores, traiciones y reconciliaciones. Al tocar uno, su cuerpo fue envuelto por una sensación que mezclaba dolor, alegría y miedo. Comprendió que los espejos no eran solo reflejos: eran puertas hacia realidades alternativas, y que cada decisión que tomara podría alterar el futuro de infinitos mundos.
Un espejo se iluminó más que los demás, mostrando a un hombre con armadura luminosa. Era el mismo que había visto en su visión inicial, pero ahora parecía suplicarle algo imposible: confiar en la melodía y no en la memoria individual. Liora comprendió que su propio corazón debía convertirse en puente entre las realidades, y que el artefacto que llevaba no era solo un objeto, sino la llave de toda posibilidad.
Mientras exploraba, las paredes del salón comenzaron a emitir ondas de luz que se entrelazaban con la melodía de la ciudad. Cada onda era un fragmento de advertencia: los ecos de guerra, si no se contenían, podrían romper la armonía y sumir a Orialis en un caos irreversible.