Con la sombra absorbida, Liora sintió que el aire vibraba de forma diferente: cada molécula de luz parecía cargar un acorde musical. La ciudad respondía a su presencia, las estructuras se movían y cada fragmento de cristal líquido actuaba como instrumento. La melodía que emergía no era solo armoniosa; era la memoria de Orialis convertida en música viva.
Liora recorrió las calles flotantes y los puentes de luz, tocando con las manos los ecos que se alzaban del suelo. Cada contacto generaba notas que fortalecían la ciudad y equilibraban los futuros posibles. Comprendió que la armonía no estaba en controlar los recuerdos, sino en escucharlos y darles forma.
Al llegar a la plaza central, las sombras menores desaparecieron. Solo quedó un leve murmullo: la promesa de que los ecos continuarían, pero que ahora tendrían una guía. Liora sonrió: por primera vez, entendió que el horizonte invisible no era enemigo, sino un compañero que enseñaba a interpretar la vida.