2010.
Elena.
Elena despertó sin aliento. Un jadeo sordo le abrió el pecho como un golpe y, por un momento, no supo dónde estaba. El dolor no era solo físico; era un eco antiguo, una vibración atrapada entre sus costillas como si el océano todavía viviera en sus pulmones. Las sábanas estaban húmedas. No de sudor, sino de la pesadilla que la había empapado desde dentro. Había estado gritando. Otra vez. Pero, como siempre, no recordaba por qué.
Se incorporó con lentitud, temblando, con los músculos agarrotados como si hubiera nadado durante horas. La lluvia golpeaba el cristal de su ventana con una insistencia casi calculada; cada gota resonaba como si alguien llamara, una y otra vez, desde el otro lado del mundo. El espejo del armario estaba empañado, aunque el aire de la habitación era frío y seco.
—No… no otra vez —murmuró, llevándose las manos al rostro. Su voz, ronca, apenas la reconocía.
La pesadilla era siempre la misma: agua oscura, silencio absoluto, una sensación de hundimiento sin fin. Y esa figura, dorada, flotando en las corrientes como si el agua no la tocara. Como si perteneciera a otro plano. No sabía quién era, ni por qué la veía, pero sabía que su presencia no la había abandonado. Había estado con ella desde entonces.
Desde el día en que murió.
Porque aunque nadie lo sabía, Elena ya había muerto una vez. A los siete años.
Fue durante un viaje a la playa, uno de esos que sus padres organizaban para fingir normalidad. El trayecto hasta allá fue un campo minado de tensiones contenidas. El coche olía a sal, cigarrillos mal apagados y cosas que no se decían. Elena, como siempre, se refugió en su pequeño mundo de arena y piedras, recogiendo conchas rotas y caracoles vacíos mientras el mar acariciaba sus tobillos.
El mar estaba en calma. Hasta que dejó de estarlo.
La primera ola fue suave, casi juguetona. La segunda, más firme. La tercera, brutal.
Elena no tuvo tiempo de gritar. El agua la envolvió como una tela pesada, llenándole la boca con sal, hundiéndola. El mundo se volvió opaco, sin aire, sin forma. Sus brazos lucharon, buscando cielo, pero solo encontraron espuma y oscuridad. Tragó agua. Su garganta ardió. Burbujas. Silencio. Y un frío tan profundo que ya no supo si temblaba o si su cuerpo dejaba de sentir.
Entonces, todo se detuvo.
Flotando bajo la superficie, sin fuerzas ni intención de moverse, se sintió tan pequeña. Tan sola. Tan olvidada. Y fue en ese instante —ese segundo suspendido entre la vida y lo que viene después— cuando la vio.
No era un ángel. No era un sueño. Era una mujer. Estaba allí, flotando frente a ella, con el cabello extendido como raíces doradas en el agua. No parecía moverse, pero tampoco estaba quieta. Su rostro era sereno, pero sus ojos... sus ojos eran dolor puro, una tristeza tan intensa que a Elena le bastó una mirada para sentir que algo dentro de ella se partía.
En su pecho brillaba una estrella negra.
No entendía lo que veía. Solo sabía que esa figura no era un recuerdo. Era presente. Consciente. Cercana. Una brisa cálida se filtró en su pecho, como si algo dentro de ella, hasta entonces dormido, despertara. Sintió la conexión sin necesidad de palabras. Un lazo. Un punto de sutura en mitad de la oscuridad.
La mujer la miró una última vez. Luego desapareció en un fulgor blanco.
Y Elena, sin saber por qué, respiró.
El aire entró en su cuerpo como una herida abierta. Tosió. Escupió agua, arena, pedazos de algo que no lograba nombrar. Abrió los ojos sobre la orilla. El cielo era una sábana rota. Sus padres estaban allí, pero los gritos eran distantes. Su madre lloraba. Su padre no la tocó.
—¿Cómo llegaste hasta allá? —le preguntaron más tarde, como si ella tuviera la respuesta.
Pero no supo qué decir.
Solo sabía que ya no era la misma.
Desde aquel día, los sueños dejaron de ser suyos. Empezaron a invadirla fragmentos: vagones de tren repletos de cuerpos en silencio, voces en idiomas que no hablaba, muñecas marcadas con números. Otras veces, se veía a sí misma desde fuera, habitando un cuerpo ajeno. Y cuando no soñaba, lloraba. Despertaba empapada. Gritaba sin saber a quién. Los espejos empezaron a moverse. No físicamente, pero algo detrás de ellos vibraba. Había noches en que su reflejo no la seguía, en que tenía otros ojos, otros gestos. A veces, incluso, otra cara.
Y luego llegaron los halos.
Primero eran destellos. Luces borrosas sobre ciertas personas. Después tomaron forma. Tonos. Textura. Vibraciones. Algunos parecían latir, como si tuvieran pulso. Otros eran quebradizos, como si estuvieran podridos desde dentro. Su madre tenía un halo gris pálido, denso, como humo que no se atrevía a elevarse. Su padre no tenía ninguno.
Eso, lo descubrió después, era peor.
—Estás maldita —le dijo una vez él, con la voz grave, como quien lee una sentencia.
Desde entonces, dejó de mirarla. Y Elena aprendió a no buscar su rostro.
En la escuela, las sillas a su alrededor permanecían vacías. Los susurros eran inevitables.
—Está loca.
—Ve cosas.
—Los espejos se rompen cuando llora.
Y no estaban del todo equivocados.
Porque Elena sabía que no estaba sola. Lo sabía con la certeza de alguien que ha estado al otro lado. En lo profundo de su mente, algo —o alguien— respiraba con ella. Una voz sin palabras. Una presencia constante que la envolvía como una brisa dorada cada vez que el mundo se volvía insoportable.
No hablaba. No siempre. Pero cuando lo hacía, no necesitaba usar frases. Su existencia era suficiente. Una guardiana de silencio. Una sombra con forma de calor.
Y aunque nadie más podía verla, Elena lo sabía:
La mujer que la miró desde el fondo del mar seguía viva dentro de ella.
Como un secreto escondido en las constelaciones.