Ecos de una Constelación Rota

Capítulo 2- El reflejo que no era mío.

Elena

Algo dentro de ella no estaba bien.

No era solo el insomnio, ni los susurros que a veces serpenteaban entre las paredes mientras dormía. No era el modo en que los espejos comenzaban a devolverle una imagen que no encajaba del todo, como si otra conciencia —una antigua, una ajena— intentara recordar cómo ser ella. Era algo más profundo. Más persistente. Como si un corazón que no le pertenecía tratara de aprender a latir en su pecho.

En clase, mientras la maestra explicaba con desgana la estructura celular y dibujaba orgánulos con la tiza, Elena sintió una presión en el centro del esternón. No era dolor. Era una densidad interna, sorda, como si el aire que respiraba no llegara a todas partes. Como si algo estuviera creciendo dentro de su cuerpo, intentando expandirse más allá del límite de su piel.

La tiza crujió. Las voces se disolvieron en un zumbido. Una punzada nítida atravesó su sien, cortando su atención. No era solo un dolor; era una interrupción. Un corte. La maestra la llamó por su nombre desde algún lugar detrás de la niebla. Pero Elena no respondió. Se puso de pie, torpemente, como si sus pies no fueran suyos. No pidió permiso. No miró a nadie. Abandonó el aula con los latidos golpeándole las sienes y los bordes de la vista temblando como vidrio a punto de quebrarse.

El baño estaba vacío. El eco de sus pasos rebotaba sobre el azulejo húmedo como si la siguieran. Cerró la puerta tras de sí y caminó directo hasta el lavamanos. El grifo chirrió al girar. El agua corrió con un ritmo inconstante, salpicándola con gotas heladas. Se mojó la cara una vez, dos. Respiró hondo, con la sensación de que al exhalar liberaría algo que no sabía cómo contener.

Alzó la mirada hacia el espejo.

Y lo supo.

No era su reflejo.

Los ojos que la observaban desde el cristal eran los suyos, sí: mismo iris, misma forma, misma tristeza velada. Pero había otra cosa en la mirada. Una conciencia detrás, intacta, distinta. Una inteligencia que la estudiaba desde adentro, como si midiera el espacio disponible para habitarla.

Parpadeó. El reflejo no lo hizo.

El escalofrío que le cruzó la espalda fue inmediato. Se aferró al borde del lavabo con fuerza. Algo brilló en el fondo de su pupila —un destello dorado, apenas un latido de luz.

—¿Quién eres? —susurró, su voz tan baja que no rompió el aire.

Y entonces la escuchó.

No afuera.

Dentro.

Una voz. Femenina. Suave. Antigua. Cargada de una emoción que no era suya.

—No sé cómo llegué aquí. Pero no estás sola.

Elena retrocedió tan de golpe que su espalda chocó con la pared del cubículo más cercano. Se encerró. El clic de la cerradura sonó final. Se dejó caer al suelo con las piernas encogidas, los brazos rodeando las rodillas. No lloraba. No podía. El aire estaba inmóvil. Pero dentro de su mente, la voz continuaba, más firme, ahora con una culpa apenas contenida.

—Mi nombre es Elicia. No debía… no debía volver. Estaba peleando. El Velo… el Ciclo…

Las palabras llegaban como cristales rotos. Pero detrás, la emoción era clara: miedo, confusión, algo que se parecía a vergüenza.

Elena apretó los párpados.

—¿Eres un fantasma?

Hubo un silencio breve. La voz no tardó, pero tampoco se apresuró.

—No. Fui humana. Morí. Y después… fui otra cosa. Una guardiana. Una Espada. Ahora… no sé qué soy.

—¿Y por qué estás en mi mente?

—No lo sé. Solo sé que cuando abrí los ojos, tú te estabas ahogando.

Elena tragó saliva. El recuerdo se alzó como una ola. El agua, el silencio, el cuerpo suspendido. La figura dorada flotando frente a ella.

—¿Entonces me salvaste?

—No. Te acompañé. Pero tú decidiste respirar.

Desde aquel día, las voces no cesaron.

No solo la de Elicia. Otras. Más vacías. Más lejanas. Algunas murmuraban en idiomas que Elena no comprendía. Otras solo lloraban. En los pasillos de la escuela, los espejos vibraban al paso de su sombra. No por el movimiento, sino por algo más. Una tensión. Una duda.

Había días en que el reflejo tardaba más en moverse. Otras, mostraba versiones que no eran suyas: Elena con el cabello más largo. Elena llorando sin razón. Elena con los ojos cubiertos de luz.

Y a veces, no era Elena en absoluto. Eran niños. Ancianos. Figuras sin rostro. Mujeres que susurraban ayuda. Hombres que solo miraban. Una vez, vio el rostro de su madre. Pero no era su madre. Y desapareció antes de que pudiera comprender qué veía.

El aislamiento era constante. Los susurros, inevitables. En los pasillos la seguía un nombre que no eligió: “la rara del espejo.” Una chica que apenas recordaba la empujó una tarde. Elena no respondió. No tropezó. Ya no se sorprendía.

—Maldita rara —escupió la otra, como si le escupiera algo podrido.

Elena apretó los dientes. No reaccionó.

Pero Elicia sí.

Sintió un calor naciendo en el pecho. No como rabia, sino como defensa. Como si su cuerpo se endureciera en un impulso. Como si alguien más lo preparara para pelear.

—No permitas que te humillen —dijo Elicia dentro de su mente.

Elena cerró los ojos, apenas un segundo.

—No me defendiste cuando me ahogaba —murmuró. No movió los labios. Solo pensó.

Silencio.

Largo.

Incierto.

—Porque no soy tú —respondió Elicia al fin, con una tristeza limpia, profunda.

—Entonces sal de mí.

El pasillo pareció oscurecerse. No por la luz. Por el peso.

—No puedo. Ya no.

En casa, las cosas no eran diferentes. Su madre rezaba en voz baja cuando pensaba que ella dormía. Su padre la corregía con gestos, nunca con tacto. Había habido psicólogos, pastores, curanderos. Ninguno encontró explicación. Ninguno supo nombrar la grieta.

Porque no era una enfermedad.

Era otra alma. Una que no se había ido. Una que no la dejaba irse. Una que había caído como un susurro en el agua, y que ahora vivía en los silencios entre sus pensamientos.




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